Ediciones Destino S.L. Barcelona, mayo Colección Áncora y Delfín n.º 468. Tapa dura con sobrecubierta. 208 páginas. 21 × 13 cm.
Cita: … esta corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito. Pedro Salinas.
Diario íntimo.
«Eaea. Ea mi niño ea. Eaminiñoea».
«Estoy oyendo crecer a mi hijo». Para muchos, para casi todos, el mejor libro de Francisco Umbral, una unanimidad con la que el autor está de acuerdo.
Quizás un largo poema. Mortal y rosa no fue un antes y un después, Umbral ya avisaba de prosa perfecta, en este libro, personal y con alma, la culmina. Planea la sentida tristeza, pero Umbral consigue un más allá. Belleza literaria. Irrepetible. «Infantil muerte color de rosa».
«La enfermedad del hijo no aparece hasta la mitad de la novela, pero los indicios o presentimientos del conflicto se presentan antes». «Mortal y rosa es un libro patético pero sobrio, conmovedor pero severo, funeral pero contenido».
«Querido Miguel. Gracias por todo lo que hagáis por Mortal y Rosa, que es un libro que no tendrá mucha fortuna (no la está teniendo a nivel de crítica, aunque sí de venta) por que como ya me advirtiera Yndurain en cuanto lo leyó estas cosas se le escapan a nuestros críticos. Siempre se ocupan mucho más de mis libros escandalosos, periodísticos, oportunos y ocasionales que estos libros entrañables y verdaderos. Son unos burros, pero qué más da.»
«Mi libro duradero, total y memorable, el que nadie niega es Mortal y rosa, una novela lírica de infancia y muerte donde llego a mis mejores y peores virtudes de estilista. Lázaro Carreter hablaba siempre de mí situándome en lo que él llamaba la «prosa de arte», concepto que no queda muy claro ni muy definido, pero yo ya sé por dónde iba Fernando. Prosa de arte es la de Valle-Inclán, la de Miró, Azorín e incluso Ortega, y, si nos remontamos hacia atrás, la de Quevedo. Prosa de arte es sencillamente la que no renuncia a las virtudes estéticas a favor de las narrativas o especulativas.»
«Sólo recuerdo que escribía sonámbulo, por las noches, con mucho valium, a solas en la casa. Una traductora del libro al francés me dice que la frase que más le impresionó fue ésta: «Estoy oyendo crecer a mi hijo.» Estaba oyendo crecer a un niño, al mundo, a la noche, a esa cosa maternal que tiene la luna cuando se queda preñada. El libro iba creciendo mientras lo demás iba muriendo. El libro ocurre en una casa, en un hospital, en una playa y poco más. Por el libro pasan los tucanes y todas esas aves acuáticas de las que dijo Quevedo, por el exceso de su pico, todo tú eres cuento de niños. Por el libro pasan los montones de fruta como incendios de fuego azul, los niños aplastados por una camioneta, los parques alegres con una alegría un poco cementerial, los caballos de peluche, que son los que más corren, y los señores austeros, de bata blanca, que calculan con una varita en la mano la duración del día, la duración de una vida. Por el libro paso yo, desesperado o dormido de valium y cansancio, por el libro pasa la madre, pasa una madre, pasan todas las madres en vela, por una razón o por otra, y todas son madres del niño que se duerme en una mecedora.»
«Mortal y rosa no fue una revelación, un estallido, nada inmediato, sino que se fue abriendo paso poco a poco y yo esto lo advertía por los conocidos y desconocidos que cruzaban la calle para felicitarme. Las mujeres, directamente, lloraban. De entre los hombres, recuerdo a Carlos Saura como el más conmovido, emocionado y contento con el libro. «Qué bien, Umbral, que hayas hecho este libro, qué alegría me has dado, qué bien para todos.» En todo entusiasmo personal hay siempre unos elementos diversos que llevan al estado de sinceridad y comunicación. La primera traducción de Mortal y rosa me la localizó Pitita Ridruejo en una librería de Nueva York. Luego han venido todas las demás traducciones, tesis, estudios, ensayos, cosas. Me avergüenza todo lo bueno que se dice de este libro porque yo sólo pretendía hacer el diario íntimo de un niño y sus tucanes. Hay unanimidad, esa unanimidad sincera que se da en la vida, pero no en la política, en torno a un libro mortal y rosa donde dejé rubricada para siempre la muerte y la rosa, la infantil muerte color de rosa.»
CUANDO me arranco al bosque de los sueños, a la selva oscura del dormir, y me cobro a mí mismo, me voy lentamente completando. Porque he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud
Todo lo que somos, sí, tiene ese revés de sueño, ese cimiento o esa escombrera turbia, y alguien se preguntaba, irónico, por los sueños de Kant, de Descartes, de Hegel. ¿Qué clase de sueños no tendrían esos monstruos de razón? Toda la representación mental de sus sistemas había de tener, sin duda, un revés caótico, doliente y atribulado. Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están ahí los sueños. Hay una época de la existencia en que uno decide ser sólo sus sueños, y el surrealismo es una adolescencia en cuanto que quiere alimentarse de sueños.
Hay una madurez, un clasicismo —a cualquier edad de la vida— en que optamos por nuestra razón, por nuestro rigor, por nuestra estatura. Qué más da. Tan pueril es vivir de sueños como vivir de silogismos. Claro que se vive de lo que se puede, y tarda uno en aprender a vivir de realidades, de cosas, de objetos, como viven los seres naturales. El hombre es un ser de lejanías, dijo el otro. Sí, el hombre es un ser de utopías, de distancias, de «proyectos líricos». El hombre tiene que aprender a ser criatura de cercanías, pastor de lo inmediato.
Mis sueños sólo me dan una versión embrollada de lo que tengo muy claro. Cuando sueño soy el exégeta confuso de mí mismo, el amanuense indescifrable y pelmazo que quiere anotarlo todo y todo lo embarulla. El sueño le pone a mi vida un comentario ocioso y oscuro, sin secreto, pero con sombra.
Estoy en esto con monsieur Sartre, que le niega al sueño todo significado y le atribuye la imposibilidad de formular una sola imagen coherente, porque en cuanto formulo una imagen coherente «ya estoy despierto». No me interesan mis sueños como no me interesa ya, casi, mi pasado. De la prosa de la vida hago en sueños poemas surrealistas. Breton vive de mí y sale por la noche a comerme en porciones. A la mierda con Breton. Sé que consisto en una cloaca, un légamo, una putrefacción, pero me aburre, ya, constatarlo, y he perdido la fascinación mis propias heces, que es una fascinación infantil perpetuada en el poeta, el neurótico y el psicoanalista. Sólo necesita recurrir a sus sueños la gente sin imaginación. A Breton y a Freud seguro que no se les ocurría nada, nunca. Tan primitivo es interpretar los sueños hacia el pasado como era interpretarlos hacia el futuro, en tiempos de José. La linterna sorda del soñar no alumbra ni un adarme de futuro, y sobre el pasado sólo proyecta sombras confusas, bultos y versiones equívocas de lo que estaba claro. Soñar con mi madre muerta o con calefacciones que debía encender de pequeño, y los miles de escaleras que debía subir, no es sino repetir tediosamente, en una película mala y con los rollos cambiados, una vida que no deseo recordar. Ya es bastante surrealista que se le muera a uno la madre mientras tiene que subir miles y miles de escaleras como recadero. ¿Qué surrealismo le puede añadir el sueño a una realidad tan poco real?
Me arranco, pues, de la selva pantanosa de los sueños y me resumo como puedo, recojo porciones de realidad que yacen tristes por la habitación, me doblo por la mitad y mis riñones, cargados de pasado y de licores, gimen dulcemente. Ya estoy en pie.
El libro cierra con el relato La Mecedora publicado en Revista de Occidente, en un lejano junio de 1971. Recuerdo feliz de los años compartidos con el hijo.
(…) La voz oscura y la voz clara se alejan, cumplen distancias, pasan zonas de luz y de sombra. La voz clara puntea con pinchos de sonido cada vez más espaciados y perdidos el campo crecido y oscuro de la otra voz. La paz no estaba en el sillón de cuero de gerente ni en el lecho espacioso y hambriento de otra mujer, ni en el resignado lecho cotidiano, ni en los veranos frenéticos, ni en el mar ajetreado ni en el sol punzante de la huida. Hacia la paz se viaja en una mecedora desconocida, que va tomando la forma de la familia, ea, mi niño, ea, y el color gris y dulce de la familia. Sin sueños, sin esperanza, sin lucha, sin hambre, sin sueño. El viaje igual con un niño en los brazos, el viaje hacia el sueño del hijo, todavía la cartera de los papeles de pie en el suelo, junto a la mecedora. Es un viaje corto que terminará cuando el niño se haya dormido completamente y se lo lleven a la cuna, con la última palabra musical y sin letras temblándole en los labios. Ea, mi niño, ea. Luego se vuelve a los ademanes, la memoria, los siempre tienes que ponerte así, la ceremonia mínima y triste de la cena. Pero el viaje dura todavía, es un olvido blanco y simple. Un balanceo inocente y abnegado. Mira qué bien nos ha venido la mecedora. La paz no era una cosa para leerla en los libros. La paz era viajar en una mecedora cabalgado por un niño que habla dormido. En el vaivén de la mecedora se va trazando una vida, un fracaso, una resignación, una distancia, un miedo, una soledad, una cobardía, un amor. Qué manera tan dulce e insospechada de renunciar. Ea, mi niño, ea. La mecedora está hecha para renunciar, para empequeñecer el mundo y empequeñecerse reduciéndolo todo al viaje breve y reiterado de atrás adelante, de adelante atrás. La mecedora es un mueble para renunciar.
Ea, mi niño, ea. Un dulce y mágico mueble. Un hipnótico e insospechado
mueble. Quién nos lo iba a decir, cuando compramos la mecedora. La abnegación viene llena de dulzura y el niño, una vez dormido, da todo su perfume. Habían sido unos minutos de viaje y huida. Toda la imposible gratitud de la vida —ea, mi niño ea— en la voz clara, indescifrable y balanceada.
Ayer, hijo, ya sabes, era el día de nuestro encuentro, y en la puerta del cementerio compré unos claveles blancos que me olieron a ti, al fondo blanco y húmedo de la vida, bajo el calor envilecido de la tarde madrileña.
En Diario de un escritor burgués, escrito en 1977 y publicado en 1979, en un párrafo de un domingo del mes de julio escribe,
Allí estuve, allí estuvimos, hijo, charlando de ti, contigo, llorando, mirándote en las fotos, dejando que nos mirases, dejándome yo ver de ti, hijo, como sé que me ves y que me miras desde tu nada que vive en mí y habita como un todo. Coloqué los claveles a tu altura, hijo, estirándome con esfuerzo que ya me es conocido, repetido y entrañable, como el último y terreno gesto que hacia ti hago, como la definitiva gimnasia paternal a que me obligas. Se paró el tiempo, hijo, perdió el viento sus relojes, había más sombra en la sombra y más luz en la luz, y estuve sentado en el suelo, durante una hora que ha sido la más pura, neta y limpia de mi vida, existiendo contigo.
Este poema en prosa también lo publicó en Crímenes y baladas.
Última reedición. Ediciones Cátedra. Madrid, enero 2016.
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