Ediciones Destino S.L. Barcelona, febrero 1976. Colección Áncora y Delfín nº 481. Tapa dura con sobrecubierta. 248 páginas. 21 × 13 cm.
Dedicatoria. A Carolina y María José.
Cita: Hay que ser sublime sin interrupción. Baudelaire.
Novela.
«Al Premio Nadal le han dado el Umbral», tituló algún periódico.
Valladolid. Recuerdos de una infancia/adolescencia provinciana que se abre al sexo, a la literatura, a la vida.
Primera aparición de Francesillo, alter ego que tendrá protagonismo de todo tipo en otros libros: Los helechos arborescentes, 1980; Las giganteas, 1982; Las ánimas del purgatorio, 1982; Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo, 1985; Leyenda del César Visionario, 1991; Las señoritas de Aviñón, 1995 y La forja de un ladrón, 1997.
La novela ganó el Premio Nadal en 1975, en el jurado: Pere Gimferer, Antonio Vilanova, Joan Teixidor, Mauricio Serrahima, Juan Ramón Masoliver, Juan Perucho y Vergés. Umbral no asistió a la cena de entrega en el Ritz.
«Las Ninfas pertenece a mi serie de novelas de iniciación y en este sentido sí que me deja satisfecho. Pero no voy a escribir de todas mis novelas de iniciación sino a dejar constancia de cómo un primer libro absolutamente profesional, y revestido de premio, puede darle a uno la imagen exacta de sí mismo como escritor ya inevitable para toda la vida.»
En una entrevista de ABC, Umbral comentando el libro poco después de su publicación, dice, «Las Ninfas se mueve dentro de esos límites desconocidos, intangibles, pero indudables, de algo que se pierde y algo que se encuentra, de algo, en fin, que se frustra. Balada de gamberros era un intento realista de recoger la anécdota salvaje de la pubertad provinciana. Memorias de un niño de derechas es la crónica generacional de unos años y unas gentes, la visión lírica y global de un tiempo común. Los males sagrados supone toda la magia de la infancia abandonada a sí misma, y rompiente ya contra los primeros farallones de la realidad adulta. Y Las Ninfas, en fin, narra con distanciamiento y detalle, con minuciosidad y reflexión, una. historia y unas historias, de ese momento delicado y transitivo en que el joven, antes de hacerse definitivamente hombre, vuelve a ser niño.
Hay tres planos. Lo que al protagonista le pasa, la burla que hace de lo que le pasa y la burla, que hago yo, hoy, de aquel burlón de entonces. Entorno está la pequeña ciudad, un mundo dominado aun totalmente por los vencedores, curas y marquesas, la conspiración inmóvil y permanente de poderes intangibles gravitando sobre unas vidas inocentes y osadas que despiertan al mundo y a la vocación: vocación literaria, en este caso, con sus primeros lastres, frustraciones y minimizaciones. Esa provincia todavía entre medieval y decimonónica, amurallada de convicciones, que mantiene al adolescente lejos del mundo, tan resguardado como perdido. Para narrar todo esto he recurrido a un procedimiento tradicional de novela antigua, que va bien con lo que se cuenta. Mi experimentalismo ha sido en este caso hacer’ una novela, no experimental, algo casi hiperrealista, donde todos los avances de la novela están implícitos, pero no utilizados. Un realismo de vuelta, digamos, un realismo sin ingenuidad, una escritura clara y reflexiva que sólo modifica la realidad mediante la ironía.»
ERA la edad de leer a los poetas orientales, cuanto más orientales mejor. Yo leía por entonces a Omar Khayam, y Omar Khayam decía: «En ti mismo están cielo e infierno». En mí mismo estaban cielo e infierno, o, cuando menos, dentro de mi misma casa.
Porque todo tiende —la ciudad, el hogar, el hombre— a reproducir esa estructura dual y antagónica que en los libros chinos de mi primo se llamaba el ying y el yang, de modo que, al otro extremo de la casa, y como contraposición a la habitación azul, estaba el retrete, el cuarto horrible de las defecaciones y las masturbaciones. Entre el retrete y la habitación azul, entre la sublimidad y la necesidad, todo el resto de la casa, habitaciones grandes con muy pocos muebles, habitaciones pequeñas reventonas de muebles, pasillos largos y sin gente, pasillos cortos y superpoblados, toda la acumulación de viejas, viejos, parientes, padres, madres, tías, niños, visitas, recaderos y monjas que es un hogar. De modo que yo era la sombra errante y solitaria que oscilaba entre la habitación azul y el retrete, entre el cuarto exento y sublime de las lecturas y las músicas, y el cuarto vertical y oloriento de la masturbación y el desnudo.
El bien y el mal, el ying y el yang, el cielo y el infierno. Dentro del retrete, coronado por la luz de un alto ventano —luz de patios vivos y recortes de cielo— yo me enfrentaba, sentado en la taza, con aquellas paredes que tenían una lepra amarilla, una enfermedad húmeda, un mal secreto y eterno. Y bastaba la aldabilla de la puerta para sentirse aislado de todo, caído en el infierno del Dante (yo leía el Infierno del Dante por entonces, yo lo leía todo por entonces). El retrete, con su miseria cobriza, sus orinales llagados, sus periódicos viejos y su olor de patio y cloaca, era el mal, la evidencia de que el infierno existe, está en alguna parte. El retrete sólo podía ser el reflejo de un ámbito mucho más grande y más atroz. Una sala del infierno perdida entre las salas de nuestra casa. El retrete era el cuarto de pecar. A temporadas me parecía mi infierno personal, exclusivo y secreto, mi condenación y mi cárcel, el sitio adonde venían a frustrarse todos mis sueños de sublimidad. Pero en ratos de mayor lucidez, de mejor reflexión, yo comprendía que el retrete era de todos, lo usaban todos, de modo que, más que un infierno, era como un purgatorio en el que iban entrando y saliendo las ánimas de una en una y en cueros. El ánima gorda y cantarina de las tías, el ánima melancólica y silenciosa del primo, el ánima ruda y meona de los clérigos, el ánima pequeña y egoísta de los viejos.
Última edición. Editorial Planeta S.A. Barcelona, noviembre 2003.
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