1979

Dos libros. Umbral está en la cumbre, es el autor reciente de Mortal y rosa, de Las Ninfas, de La noche que llegué al Café Gijón, sus columnas en El País son para todos —también para la tribu literaria— la referencia nacional del día a día, Umbral, además, liga; crecido cambia de tercio y se atreve con amores surrealistas en un libro, Los amores diurnos, muy de su agrado y que pasó desapercibido.

Editorial Kairós. Barcelona, marzo 1979. Rústica, tapa blanda. 223 páginas. 20 × 13 cm.

Novela.

 

Kairós era la editorial del peculiar escritor y enfant terrible Salvador Pániker, orientalista fino, filósofo y amigo cómplice de Umbral.

Visión personalísima y pasional del cuerpo, del sexo y sus contornos, divagaciones y digresiones, unas veces lí-

ricas, otras ensayísticas, otras surrealistas, intimistas, también pornográficas más que nada por el detalle. También hay greguerías. Umbral da una vuelta a su Tratado de perversiones y ratifica desde la literatura su fascinación por el sexo no exento de su amor por Leticia/Lutecia, la niña. Habrá más libros así pero este les supera.

«De todos mis libros para mí el mejor es Los amores diurnos. Me parece una novela preciosa, y al editor, a Salvador Pániker, cuando la sacó en Kairós, le encantó también. Me llamó por teléfono y me dijo: “Esto que me has mandado, Paco, es una maravilla”. Y la criatura era increíble, de cuento, aunque me han dicho que ahora se ha estropeado mucho. De cuento de hadas, y siento ponerme cursi, físicamente, porque luego era una malvada tremenda.»

 

NO SÉ si se llamaba Leticia o se llamaba Lutecia. No lo recuerdo ahora, de modo que decido llamarla Leticia/Lutecia, con esa barra estructural que es como una lanza que clavo en su cuerpo de fruta enferma o caballo transparente.

Leticia/Lutecia venía de padres pedernales y abuelos clamorosos, movidos a impulsos de un viento más que por necesidades de la vida. Leticia/Lutecia venía de colegios luminosos con tizas de colores inéditos muy posteriores a tiza-tiza, color de tiza, que había que roer para que calcificasen las rodillas. En aquellos colegios había niños afiebrados que recitaban correctamente a Einstein y profesoras emancipadas que les explicaban la vida sexual de los hipogrifos. Leticia/Lutecia venía de amantes pampeanos que le habían dado una infancia de oca e iban todas las mañanas a rebuscar su cama, a ver si la oca había puesto un huevo, y de paso toqueteaban a la niña. Leticia/Lutecia venía de domadores de serpientes que le regalaban la camisa de la serpiente —cuando la serpiente cambiaba de camisa— para que se hiciese una falda. Leticia/Lutecia venía de legendarios historiadores con ciento treinta y un años que la subían a su buhardilla y la tenían tres días seguidos clasificando documentos para que todo estuviese en orden a la llegada inminente de la horda, pero Leticia/Lutecia no sabía si era deseable o terrorífica la llegada de la horda, ni qué horda pudiera ser ésa y al tercer día regresaba a las calles y se paseaba de noche, sola, por el Madrid de los Austrias, lo regadores de la madrugada le regaban hasta quitarle todo el polvillo de los documentos que había recubierto como una muselina de faldas de camisa serpiente que usaba la niña.

A pesar de todo lo cual llegó a mi virgen, de tanto yacer con ancianos centenarios y chulos de serpiente, o bien porque el himen reflorecía en ella de forma periódica, y tras desnudarla de sus corpiños y despojarla de las tizas del colegio, los huevos de oca y las camisas de serpiente, hundí mi rostro en su espalada como se hunde uno en lo delgado, hasta besar por dentro y por detrás sus senos pueriles, y luego perseguí con las manos y el falo la paloma aleteante y loca de su virginidad, que le andaba por el vientre como un fanal, hasta que la obtuvimos ensangrentada, jadeante y agradecida.

Leticia/Lutecia venía de hondos caserones de óleo y adobe donde un hombre con cota de malla repartía la sangre y el vino entre los lugareños. Leticia/Lutecia venía de cafés donde los muertos no pagaban consumiciones, y después de la violación la llevé a una taberna de jamones barrocos y policías que comían pinchando con el puñal. Como era una niña de mucho comer, pese a su esbeltez de violín derruido, se comió la ventrisca de la casa, el cordero de la casa, las endivias de la casa, todo en salsa de sangre, landas de vino blanco y rosas de vino tinto.

Se comió incluso la paloma muerta y sangrante de su virginidad, chupándose los dedos infantiles y antiguos anillados de metales ingenuos. […]

La vagina de Leticia/Lutecia era una vagina estrecha, intransitada, caliente, con la presencia de frescas humedades cálidas y el temblor de un pájaro sangrante que fuese el hueco de un pájaro. La vagina de Leticia/Lutecia era un mundo.

Primero probé con los dedos, claro, toqué la flauta de su vagina pulsando allí donde podía sonar por dentro la música de la mujer, la melodía rubia de su pelo, y luego probé con la lengua, con la boca, con mi boca, bebiendo un agua que corría entre hierbas y se estancaba en sí misma, pero cruzaban bandadas de patos salvajes por el cielo de aquella agua y un tremor recorría todo el cuerpo de Leticia/Lutecia, que gemía nombres de la geografía y me parece que la tabla de multiplicar.

 

Esta entrada, vuelve a aparecer en Crímenes y baladas bajo dos títulos, «Leticia y la tabla de multiplicar» y «Leticia y el portero canceroso».

 

No reeditado.

 

 


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