1981

Cuatro libros uno de ellos de poesía, el único publicado por Umbral en este género; en los cuatro predomina el sexo, «último reducto de libertad».

23 F. Intento de golpe de estado en el Congreso de los Diputados, el coronel Tejero, pistola en mano, «¡Quieto todo el mundo!»; «¡Se sienten coño!». Concluye la Santa Transición.

Ediciones Cátedra S.A. Madrid, junio 1981. Rústica tapa blanda. 189 páginas. 21 × 14 cm.
Dedicatoria. A Carmen Diez de Rivera.
Cita. La belleza es una obligación de los fenómenos. Shiller.

Narrativa.

El Madrid de la transición no es el elegante París ni el tranquilo y aristocrático Balbec pero tiene muchachas y algunas son rojas, Umbral las quiere.

Umbral en la solapa de Los ángeles custodios decía, «De los Duques de Alba a la clandestinidad/legalidad comunista, de Quevedo a los travestís, de las muchachas rojas a los ángeles custodios». Pues eso, días después, más o menos al mismo tiempo, se publica A la sombra de las muchachas rojas, continuación diurna y menos íntima de sus Ángeles custodios en donde se narra el día a día del autor incluyendo su pasión por la chica Mozart, que suena cierta y su visión de lo que ocurre. Ambos libros fueron presentados el mismo día. Son treinta y nueve narraciones inconexas de largos títulos, algunas surrealistas como la que inicia el libro,

 

Dura lid de mi adarga de pan contra Fragabarne y su Cruz Alzada

IBA yo a comprar el pan y me di de frente con la Santa Alianza, que venía con la cruz alzada, juegos de rosarios, encaje de latín, cola de betas y marquesas y unos cuantos repúblicos al frente, don Laureano con la citada cruz de hojalata y prestigio, Ruiz-Gallardón con una hidra marxista sujeta de un collar como un perro (que llevaba la prensa épica en la boca) y Fragabarne, un paso delante de todos ellos, que fue quien me diera el alto:

—Hermosa barra joven revolté, pero un escritor no puede vivir sólo de pan y panecillos. Quisiera yo ahora hacerle algunos presentes.

Mi gran barra de pan, larga y de cochura de oro, bajo el brazo era adarga que complementaba la celada de mi bufanda roja, con la que guardé silencio dentro de la bufanda, por saber muy hablador al postfranquista, y esperé a verle hacer:

Tome, tome: langostinos, centollos, menudencias, gambas a la plancha, gambas al ajillo, lacón con grelos, codillo del Ferrol y una pomarada para postre.

El político me ponía en las manos mariscos y vituallas que se iba sacando de la americana cruzada, corte diplomático, moda preúltima, antípoda, asco. Me encontré in pedido con tanto caracol que se me subía por la bufanda, baboseante y tanto ejército de cangrejos punzándome las manos. Fragabarne me sacó la barra de debajo del brazo, tirando de ella por el pico:

—Ya ha comido usted mucho pan en la larga postguerra, mi querido niño de derechas. Aliméntense mejor y así le lucirá el pelo, y el estilo. A propósito del pelo, que se lo corten un poco, hombre.

Volvía la procesión, reculaba, de modo que ahora las beatas iban delante y do Laureano cerraba la marcha con su gran cruz de latón alta y fea en la mañana del sol frio, como una farola apegada y apócrifa. Quedé quieto en la acera, mirándoles, y de pronto Fragabarne se volvió, echándose la barra a la cara a manera de fusil, y me disparó con ella:

¡Toma, rojo resentido, proxeneta, que la calle es mía!

Los mariscos y las viandas saltaron por el suelo, con escachadura de vieiras. Me sentí herido en un codo, el derecho, doblé las rodillas y caí al pie del quiosco de prensa, alcanzado, antes de perder el conocimiento, a leer del revés en un Diez Minutos que lo de Julio Iglesias y su señora iba fatal. Luego no recuerdo más. […]

 

El libro termina con un esperpéntico «Índice trágico/alfabético de personajes» de las gentes vivas, o no, citadas en el libro.

 

No reeditado.


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