Editorial Tusquets S.L. Colección la Sonrisa Vertical nº 28. Barcelona, diciembre 1981. Rústica tapa 196 páginas. 20 × 12 cm.
Cita. La crueldad nos rejuvenece. Rimbaud.
Diario.
La colección erótica «La sonrisa vertical» de Tusquets, iniciada en 1977 con un libro de Cela la dirigía Luis Gar-
cía Berlanga, desapareció en el 2014 cuando Harry Potter arrasaba.
A la sombra de las muchachas rojas fue la continuación diurna de Los ángeles custodios con menos intimismo y más erotismo, el final de ambos es, La bestia rosa.
El diario transcurre desde el 21 de diciembre de 1980 al 23 de junio de 1981. Ni secreto, ni sensual, más bien carnal. Decía Umbral que los diarios íntimos se escribían para que se leyeran por todos. En erotismo nadie ha superado al marqués. Depredador y víctima. Narra la relación pasional, también tediosa, con la niña efébica Mozart, que ahora es Rimbaud, un amor que lo sabe todo, que es chica progre, que esnifa popper, se pica caballo, tiene el cuello largo «como el de algunas esculturas clásicas rotas», senos inexistentes, pies más esbeltos que breves, bellos en todo caso, ombligo vertical en donde vivían los ratones del flautista de Hamelin y unos glúteos como planetario joven, ingenuos y siempre compensados/descompensados, según posturas. Inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían su vulva, nuevo continente. Umbral también habla de su picha tardobarroca y de sus episodios bronquíticos casi nacionales. El libro, en su final, tras la huida de Rimbaud, no está exento de romanticismo.
Diciembre. Domingo, 21
Ayer por la tarde, cuando estaba fornifollando con Rimbaud, de pronto vi en sus ojos de Selva Negra un incendio, un crepúsculo vivísimo, y los senos dorados que no tiene se tornaron de un rojo suave, movedizo y flipante. Comprendí que algo pasaba, porque Rimbaud se transfigura tanto y más en la cama, pero no habíamos llegado aún a la transverberación, ni mucho menos, por eyaculación retardada, tráfico enfangado y diciembre aguanevado. Algo así.
Efectivamente, un almohadón de gato y encaje antiguo había caído sobre la hoguera breve de los Oriol, que oscurece más que alumbra el alto pajar manhattánico de la muchacha, mientras yo llenaba de ángeles clitoridianos, como periódicos viejos, el sexo de Rimbaud, para a mi vez prenderle fuego a todo. Pero la habitación y la casa y el barrio ardían por fuera. Despenetrados y asustados, miramos a ver en torno y ardía todo lo que no suele arder: el agua de la jarra, los cristales de la ventana, el frío de la terraza, un pie de mármol de Rimbaud, el tiempo transcurrido entre la carta recibida y la carta no contestada. En cambio, las materias tradicional y sensatamente inflamables, como las sábanas, el tiranosaurio, la madera de la cama, la mesa, el baúl o las estepas del Asia Central, los viejos vestidos hospiciano/románticos, nada de eso ardía y gracias a ello nos salvamos, yo envuelto en un traje de Cleo de Merode y ella vestida de portera de la fábrica.
La tristeza decembrina se llenó de orfeones de fuego. Vestidos o desnudos otra vez de nosotros mismos, hemos terminado el recorrido por su cuerpo o por el mío, y creo haber obtenido de ella unos orgasmos en cadena que le descienden a la vagina desde las noches barrocas de su cabeza de Salzillo. Luego, ella, ya metida en fuego, sale desnuda a la terraza a seguir quemando cosas, muebles y sonatas, para escándalo de un imparcial barrio madrileño —«la democracia, estos locos de la democracia»—, y por fin nos quedamos sentados en el cadáver del aparador, como niños, viendo arder todo lo que no arde: el aire de tu vuelo, la cola del tiranosaurio, la leche en la nevera, la llamada que viene ya por el hilo del teléfono y, como astro que arde entre Kepler y los Oriol, con su ignorancia elíptica de arabos, el coño de Rimbaud.
Última edición. Círculo de Lectores S.A. Barcelona, julio 1998.
Deja una respuesta