Editorial Destino S.L. Barcelona, septiembre Colección Áncora y Delfín nº 568. Rústica tapa blanda con solapa. 194 páginas. 21,5 × 15 cm.
Cita. Asusta pensar que nuestra vida es un relato sin fábula ni héroe. Ossip Mandelshtam.
Memorias. «Libros de infancia y provincia»
Valladolid. «Me había llevado, sí, fruto maldito de su vientre bendito, por los pueblos amarillos del norte, tiernos y pajizos».
El niño y la fascinación de la madre, el adolescente y el amor e idealización de la madre. Un drama, una enfermedad siempre presente que transcurre lenta. Recuerdos sinceros e íntimos. Lirismo pausado y tranquilo. Poesía.
Un Umbral muy narrador y muy escritor traslada la imagen de una madre fuerte, atractiva; una Greta Garbo (ella es Greta Garbo) culta, lejana del día a día del costureo de las tías, segura de sí misma y aburrida del rancio Casino y de la tradicional hipocresía provinciana, «La odiaban, sí, la odiaban; había un fondo de ciudad, un trasfondo beato, una confidencia apestada de rejería de confesionario, la memoria mezquina y colectiva, la avilantez de quienes, no habiendo sabido optar por la los vindicadores de su mediocridad, sino por sus verdugos paternales, temían de ella la luz».
«Es una metáfora de mi madre. Si esto lo hubiese escrito Balzac o Galdós o Baroja, que sí escribió sobre su madre, pues sería real, tal cual eran sus madres. Aunque yo cuento cosas históricas muy concretas como la República, la guerra civil, los problemas de mi padre, lo que yo quiero narrar es el rastro lírico que mi madre deja en mi vida hasta los veintitantos años que yo tenía cuando ella muere. Durante todo ese tiempo deja en mí un sello lírico poderoso e imborrable. Eso es lo que a mí me interesaba y por eso tardé tanto en escribir el libro. No encontraba el tono. El rastro que ese ser que pasa por mi vida deja y que efectivamente puede sumar todas las mujeres que han pasado por mi vida, no mediante virtudes morales sino en otros sentidos. Eso es lo que deseaba: un rastro lírico de mujer que ocupa toda mi infancia, toda mi juventud y que queda en el cielo de mi vida para siempre.»78
El narrador, Umbral, habla de la familia, de la distante abuela, del amor callado del primo Paulo hacia May en las largas estancias en la ciudad de León a donde acude el hijo y en donde conoce a la niña Eva perdida para siempre; también del padre ausente (prisión de Ocaña, una vez al mes lo visita, Inocencia, la criada, que trae noticias). Por el dormitorio de la madre, ante el mirador de luz rosa de la parra, mientras el hijo lee, pasan visitas tan represivas como la ciudad, son las amigas de May que conocemos de Las Ánimas del purgatorio: Luisa Lammenier, «de las Lammenier de toda la vida», Betsabé Caravaggio, Eugenia Primo y otras. El cine y la música con mamá, los paseos felices y orgullosos por el Campo Grande u otros más familiares, por las afueras, allá del río.
El libro termina con la muerte del padre en la prisión de Ocaña y una madre de blanco, alabastro y desafío con su hijo caminando por la ciudad, Plaza Mayor y calles principales en una mañana de sol y domingo contra el coro negro de los odiadores, caminan hacia la música, un concierto en el teatro. «Que nos vean bien vistos, pescadito», «pero nadie se acercó a saludarnos, nadie paró a mamá». Paseo de tragedia griega. Fueron al último concierto, una muerta blanca oyendo a Turina; cansada y con fiebre, volvieron en taxi, May se acostó y comió en la cama. «Por la tarde ya no era domingo».
Gran libro, decíamos del anterior que era el mejor de Umbral, este también lo es.
MAMÁ entre los zarzales, entre moras, los reinos de Felipe, el hombre de la finca, monarca con blusón de los domingos, mamá entre aquel frondor de espacio en oro, cogiendo moras, recolectando moras, ilustrada de perros que ladraban como el verano ladra de alegría, mamá con blusa blanca, con vestido blanco, como siempre —cómo vestía de blanco—, manchándose de moras, te reñirá la abuela, creo que le dije, hija mía en un momento, o mi hermana mayor, pero alocada, dependiente (quería yo, quizá) de la sensatez viril, mamá entre los morales, las moreras, grandes hojas con extensión de pubis verde, y la mancha de moras en su blusa, sangre en su seno derecho, afrenta inexplicable de la tarde, tragedia del color sobre lo blanco, tragedia de otra cosa, de otras cosas, quién sabe, yo no sé, tragedias interiores traducidas de pronto a colores intensos de la hora.
Cómo vestía de blanco, ya lo he dicho. Vestidos blancos de los años treinta, moda, quizá, que venía retrasada de los veinte, del principio de siglo, yo no sé, vaga marinería del blanco y el azul, pero sus trajes blancos, un piqué de fijeza, sus chaquetas, sus blusas, repetida blancura subrayada que se doblaba en blanco sobre blanco. Otras vestían de blanco. Ella vestía lo blanco.
Hago hoy la diferencia, la abstracción, hago hoy el poema en prosa de la madre, pero mi ver de entonces, mi mirar, era una inquietud vaga, una primera mancha de impureza sobre el blanco esencial que fundamentaba mi vida, y lo comprendí entonces, de repente. Por qué me inquietó tanto aquella mancha, el mínimo suceso excursionista, toda la tediosa paremiología al respecto, la mancha de la mora con otra mora se quita, sabiduría/ignorancia popular que odio, por qué me inquietó tanto aquella mancha, te va a reñir la abuela, o el abuelo, te has manchado de moras, ya verás.
Se me aparecía en alto, entre las ramas, las hojas y las moras, a contraluz de un sol todavía grande, yo en el camino bajo, amarillo en la sombra de mi blusa amarilla con botones de cristal y tirantes de terciopelo, yo en el cauce de sombra, en el largor húmedo del camino, y ella sonriendo (no sonreía demasiado) y en la boca tenía el rojo de las moras, la mancha oscura, el maquillaje (no se maquillaba demasiado) como un poco selvático de las moras.
Empecatada de moras, aquella tarde, mientras ardían los perros en torno a ella, como llamas de sol o infierno alegre, y yo por el camino, con miedo a las espinas, a las lagartijas, y con miedo a las moras (cómo afrontar una mancha de moras en mi blusa amarilla, el pecado común, original, de madre e hijo). Y yo por el camino, deseando que bajase, que viniera, que dejase el peligro de las moras, con miedo inexplicable, con malestar, con frío (con frío, sí, en el calor de julio), hasta que vino a mí, oliendo a blanco, y tanto como su cercanía y su contacto, tanto o más, me consoló el olor de la blancura, el olor no perdido, el olor que triunfaba de las moras, de la sangre salvaje que tenía yo entrevista —aseos de la casa— en los paños higiénicos y así. Madre de moras, madre de las moras, corrimos el camino hasta el Canal, y anduvimos después el entretodos, reunida la excursión, más bajo el sol, y Felipe, el huertano, cerca y lejos, hablándonos muy bajo cuando lejos, ya ven cómo está todo, es un mal año, y miren la sequía, que sólo hay renacuajos en los charcos, año de renacuajos no es buen año, hablándonos muy alto cuando cerca, qué guapa la señora, y qué pena de blusa, eso se lava, que la mancha de mora (me lo temía) con otra mora se quita, callaros, perros, coño, con perdón, señoritas, con perdón, estos malditos perros que no callan, que sólo hay renacuajos en los charcos, y renacuajos, sí, cómo los veo, en el fondo con agua de las copas de piedra, en las enormes copas que la lluvia rebosa y el sol bebe.
Última edición. Editorial Planeta S.A. Barcelona, junio 1998.
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