1985

Año del imposible Premio Planeta. Cuatro libros de cariz distinto, unas entrevistas, un peculiar ensayo, un diario intimista y cansado y una novela alucinatoria pero maravillosa. Umbral puede con todo.

Vive en Majadahonda, en una casa que llama “La Dacha”, su jardín resultará siendo familiar.

Editorial Planeta S.A. Colección Narrativa, n.º 82. Barcelona, octubre 1985. Rústica, tapa 183 páginas. 20 × 12,5 cm.

Cita. La belleza moderna será convulsa o no será. André Breton.

Diario.

 

“Diario testamentario”, así lo llama en la primera entrada, “diario íntimo” en otras; desde el 1 de enero al 29 de abril de 1985, marzo tiene cinco entradas, abril dos.

Un diario. Una llaga en la cabeza y un soplo en la vena aorta con arritmia y palpitaciones muestra a un Umbral doliente, pesimista y llorón que no sabemos que cuenta. O sí. El escritor —que dice que vive a medias y que escribe por penúltima vez—, aprovecha las fiebres, el vacío y el impasse de enfermo para quejarse del miedo a su edad, 53 años, y de su soledad, y así, «apuñalando palabras» hace literatura «guisando una prosa solitaria azul y rosa».

Umbral nos habla de todo y de nada, de sus gatos, de su aburrimiento en cócteles high/high, de su casa de silencio con jardín de alas verdes, parra roja, manzanos y sauce seco; de su habitación de ruido —la de Madrid—, «monacato literario de prosa y fármacos»; del chocolate de las siete; de la peluquera de la esquina; del surrealismo de Dalí que «mete lo insólito en lo cotidiano», de ninfas de tarde y de ninfas de la noche; de la mendiga portuguesa del barrio que se llama Lourdes en vez de Fátima, del sol blanco y frio de enero, de unos paseos ciertos con cabra una metafórica comeperiódicos que protagoniza algunas páginas.

La belleza inexplicable del todo. La belleza convulsa. El libro, umbraliano, es un ejercicio literario, Umbral debió disfrutar. Termina hablando de médicos. El lamento de Umbral se lee bien.

 

Prólogo

EL CORAZÓN. Por fin, una piedra en el corazón. No es que el corazón se vuelva de piedra, con el tiempo (quizá el tiempo le hace más corazón). Es que va uno sintiendo el corazón como un lago púrpura y breve en el que, de pronto, cae una piedra de silencio y peso. Es el momento de comenzar a escribir a escribir un libro que puede quedar inacabado (acabarlo sería ya haber manufacturado otro producto mercantil, haber proseguido, hasta la muerte, en la manufacturería y el cartonaje literario). Vagas bandas de niños, quizá mi propia banda, o aquéllas entre las que yo anduve, hace siglos, arrojan piedras sin velocidad a mi corazón, lago de luna roja.

¿Cae una piedra cada día, cae una piedra cada año? No, tampoco es eso. La piedra cae de vez en cuando, de tarde en tarde, y yo me digo: esos cabrones ya han arrojado otra piedra, me van a lapidar. Pero, mientras tanto, escribo con las dos manos, bebo con la derecha, o con la izquierda, me abro mucho las camisas, en verano, para que se me vea el corazón dorado y cano, el viejo corazón barroco de hondo hierro. Mientras tanto, sí, voy y vengo, me inclino a besar manos cuajadas de asteroides, como si el peso del corazón no desviase un poco mi conducta, o me quedo erguido e impasible, en sociedad, como si un lago de sangre no me estuviese llegando ya a la boca Hasta que se me ahogue el lago del corazón y ellos, los chicos, los hijos de puta, huyan gritando a mi infancia.

Días de llaga en la cabeza. Nada aquí, tampoco, de la herida de Artaud en el cráneo, que él se hurgaba con un puñalito, para conseguir placer. Nada de literatura, ya está dicho, quizá porque la literatura sea la única argamasa de este libro. (Prologo)

Enero. 1. Martes

Francisco Umbral, un Umbral delgado, que casi perece inteligente, sobre fondo negro, con motivo en blanco de silla alabeada, me mira desde un póster. Es una obra de una fotografía de E. y del arte cartelístico de Santamaría, aquel muchacho de pelo hacia arriba y ojos locos, que nos alegraba de alegría y urgencia de triunfo las mañanas de los sesenta. En la cara vagamente irónica, Umbral tiene unas rachas amarillas y verdes. Casi, casi el que uno hubiera querido ser. Santamaria era un cartelista que llenó de tintas planas nuestro optimismo juvenil, y que hoy trabaja en un estudio de Martín de los Heros, o por ahí, cerca de la Plaza de España, con un perro y muchos lapiceros de colores. Santamaría, por más ingenuo, declaraba en seguida su voluntad de triunfo —que me han dado tal premio en tal concurso, que me han quitado tal premio en tal concurso, son unos cabrones—, y los demás más maliciados y reservones no decíamos nada, pero teníamos tantas ganas como él de llegar a algo. Ahora el póster de Santamaría/E. me mira irónico desde su sonrisa de quince años menos, mientras me como un poico de chorizo que me ha traído el motorista, con un poco de whisky. El motorista del periódico es así: que lo hacemos nosotros con nuestras manos, señor Umbral, allí en Béjar, ahora están un poco tiernos, pero son de tripa cular y ya verá usted cuando sequen.

No espero que se sequen. Empiezo castrándole el falo fálico, cular y cerdal del chorizo, con un cuchillo de cocina, y me tomo un trozo a mordiscos, con el whisky, ya digo, porque los tiempos han cambiado y ahora los pobres nos felicitan las pascuas a nosotros. Esto debe ser el socialismo.

 

No reeditado.


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