Ediciones Seix Barral S.A. Barcelona, mayo 1988. Colección Biblioteca Breve. Rústica tapa blanda con solapa. 140 páginas. 19 × 12 cm.
Cita. Otorgó a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido. Novalis.
Cubierta. Gran Vía. Antonio López.
Novela.
Primer libro en Seix Barral.
Ya se ha dicho, «Nada en el domingo», «Rien en le dimanche», además de una canción de Juliette Greco fue el título de un cuento publicado en el diario «Proa» (León) en un lejano 1955, «Con su alegría pueril y su fisonomía multicolor, el domingo es, quizá, el día más triste y desolado», decía el autor entonces. Umbral, que cuida los títulos, lo rescata y rinde homenaje a un pasado que vuelve.
Protagoniza el libro Boleslao que terminará siendo Grock, nombre de un payaso alemán.
Boleslao es funcionario solitario de contabilidad con partida doble, un aburrido jubilado prematuro, una nada, un nadie, que entre whiskys Vat y amores rápidos o furtivos se hace preguntas, pasea y deambula a veces sólo, a veces con otros desterrados: José López, rockero cuarentón y punky viejo; una chica sin nombre con dientes podridos que fuma mientras folla; Agustín, pintor sin gloria y sin suerte; Hans, alemán, simpático y con pequeña moto roja; Clara, que trabaja en Cherezade y por las esquinas de Montera, «esto de la Gran Vía me lo tienen prohibido, guárdame el secreto»; Flavia, vecina joven y patinadora deseada; Bea, hermosa en el resplandor de la hoguera y parapléjica; León Colón escritor, sabio y conversador, inédito e ilecto; por la noche, borracho, conduce el Renault hacia atrás pues la vida se mueve al revés.
De nuevo una sinfonía en un deprimente Madrid en una tarde-noche de un largo domingo invernizo de noviembre/diciembre. La novela muestra el pesimismo y el hastío (la desgana) del escritor y de un mundo en donde no existe lugar para la felicidad, tampoco para el arte o la normalidad. Existe la soledad.
Se le reprocha a Umbral que en sus novelas ha sido incapaz de crear un sólo personaje. Pedro y Jonás, del anterior libro, lo son, Boleslao/Grock también. Lo esencial de Umbral no son los personajes —que los hay—, lo esencial es «su novela», su vida, él es el personaje. Buen libro.
LA CALLE, ancha, vacía y en rampa, sólo vive en el gris muerto del día, de la mañana de domingo, en su color abismo y en la gracia de las tiendas que van mal (y que hoy están cerradas). La calle, una de las grandes calles de la ciudad, es como una calle mineral o de mineral: su asfalto se puebla de asteroides indecisos, su vacío dominical palpita en la huella de los millones de automóviles que la surcan durante la semana, su amplitud se reúne trabajosamente hacia arriba, hacia la meseta central, llena de bares fríos y cines apagados, más el lujo subacuático de las joyerías. Luego, pasada una plaza lateral y equivocadamente monumental, la calle desciende hacia un norte frío de rascacielos repetidos y cielos invernizos. Lo que más se ve de la calle, en el domingo vacío, es el brillo de minerales mínimos que asoman entre el asfalto, que brotan entre bordillo y bordillo, sólo revelados por la luz errante del cielo (parece como si las nubes llevasen el invisible sol de un lado a otro). El hombre sube despacio la calle tan sabida, quizá sean las tres de la tarde, ha pasado el apogeo/perigeo fugaz de los que salen de misa o van a la pastelería, o ambas cosas, toda la ciudad está almorzando en las casas con luz de gas (que ellos creen eléctrica, dado que estamos a finales del siglo xx), en los restaurantes con luz de llama, donde gime un lechón vivo para deleite de estos romanos de tervilor. Toda la ciudad está almorzando y el hombre sube despacio la cuesta, tan sabida, de la gran arteria, mirando los destellos de luz y metal que da el asfalto desertado, porque le fascinan un momento, como un carbón de plata, y por no ver los escaparates que tanto se sabe, los tigres de porcelana con incongruentes collares de precio, las modelos unidimensionales con traje de noche fruncido en una cadera, los relojes de marca con una hora de deshora que para el hombre ni siquiera tiene ese encanto, ya que le da lo mismo la hora que sea (o su costumbre lo sabe demasiado).
Pasa un automóvil de vez en cuando, moviendo, con la magia de la velocidad, papeles de periódico que no había, hojas otoñales de árboles que no hay en la calle, un inicio de vida triste y momentánea. El hombre sigue subiendo, a paso lento, la cuesta de la gran calle, la rampa de bisutería y lenocinio, el vacío de la hora y del día, y de pronto se mete en mitad de la calzada, como en un río (no pasan coches), y se inclina sobre uno de los brotes que brillan en el asfalto neutro e imparcial. Es una piedrecilla de plata o un diamante de color inédito, es sólo un guijarro milagroso y de oro surgido entre los adoquines o el asfalto como a veces aflora un perejil apócrifo entre las losas de un claustro. El hombre lo mira, se emociona y vuelve a la acera peatonal y segura. Un coche o una ráfaga le han rozado el abrigo de espiguilla, el abrigo que va perdiendo espigas, abrigo de entretiempo que él usa todo el año, en primavera y otoño por que es friolero, en verano por costumbre y en invierno por que no tiene otro.
Última reedición. Ediciones Seix Barral S.A. Barcelona, abril 1993.
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