1988

Tres novelas con el poso de la rabia y del desencanto.

Inicio mes de junio. Umbral, tras doce años y muchas columnas sobre la actualidad vivida del momento —Anna Caballé menciona 4.261— abandona El País para llegar días después a Diario 16, dirigido por Pedro J. Ramírez, en el que escribirá durante un año la crónica «Diario con guantes».

«Me fui de El País cortésmente, despidiéndome cariñosamente de Cebrián en su despacho y al día siguiente dieron una nota cordial.»

«Una nota cordial», eso fue todo para quien había sido el columnista de referencia del periódico y también algo más. Desconocemos la razón exacta por la que Umbral abandonó El País, o le invitaron a irse en puente de plata; lo cierto es que la relación en esos momentos no era cómoda, le cambiaban la columna de página, le ninguneaban, le silenciaron quince días; quizás una columna sobre Octavio Paz publicada el 22 de mayo, o alguna otra sobre Vargas Llosa, quizás una excesiva crítica al gobierno que, en algún momento, llegó a la censura, pero esta crítica al gobierno era inevitable, «el periodismo contra el gobierno siempre. El buen periodismo sólo se puede hacer contra el gobierno. Si eres del gobierno no se puede hacer periodismo. Hombre, puedes hacer otro periodismo: fútbol, tenis, lo que quieras.»83 En relación con su salida de El País algo comentó el escritor en una carta titulada «Cebrián» publicada en El Mundo del siglo XXI el 20 de julio de 1992,

“Tú me llevaste a ese periódico, donde trabajé muchos años, pero estuve quince días sin escribir porque os negabais a dar una columna que trataba (mal) de González y Guerra, que casualidad, coño. El periódico de la libertad, donde yo era la estrella, ejercía sobre mí una sutil forma de censura, que consistió en no darme jamás un recuadro fijo, sino que mi columna iba errática por el periódico. El día que os gustaba, salía recuadrada y visible. El día que no os gustaba (los más, y no hablo de gustos literarios, claro), la columna salía de delantalillo por abajo, tronzada por anuncios de la Unicef absolutamente prescindibles o desplazables”.

Ediciones Destino S.L. Barcelona, septiembre 1988. Colección Áncora y Delfin número 621. Tapa blanda de editorial ilustrada con solapas. 176 páginas. 20 × 13 cm.

Novela.

Alma Mahler es una cabra «guapa, joven, con el cuello larguísimo, picassiano, y las tetas rosavináceas». La cabra come libros de Don Ramiro, de Ruiz de Alarcón y de otros indeseables.

Umbral ensaya un surrealismo personal para mostrar que desde la fantasía y la imaginación se puede escribir lo que sea, de todo, todo vale, eso sí, tiene que estar bien escrito.

Los soplos al corazón del narrador y su sábana/túnica/clámide generan, a la luz femenina de la parra virgen, desasosiego y alucinaciones que van desde un equipo de beisbol argentino transmutado en coro de tragedia griega, a una niña de trece, Enedina, púber canéfora, con bici rosa/malva que habla con delfines góticos. En la catedral de la Almudena surge una mina de pirita de cobre cúbica, con ella trafica el Nuncio —del surrealismo al cubismo—. Un duelo —que no fue a florete— en la Casa de Campo. Un pintor de lo blanco en lienzos de tres por tres, Francisco Tomás, comenta, «al monje blanco de Zurbarán le sobra el monje». La afrancesada y mediojudía Rita, nieta de un dictador latinoché, condimenta la novela de erotismo, la cabra Alma también, Enedina y la obsesión de su vagina, también.

En algún lado Umbral, comenta, «Yo lo que quería era escribir una novela de amor y surrealismo. Lo que pasa es que las novelas (Norman Mailer llamó a la novela La Gran Puta que te atrapa), como las mujeres, le llevan a uno por donde quieren».

Un despropósito, el surrealismo justifica todo. Un Umbral, depresivo —algo de esto comenta en el libro— y quizás fallido.

 

EL SOPLO en el corazón, o en la aorta, me parece. Tener un soplo en el corazón es como estar soplado por Dios. Por diós, no diga usted eso. Por Dios. El cardiólogo tenía gafas, sonrisa de banquero, cara redonda, una foto de Franco (dedicada a su padre) entre los libros, y manos sabias para tocar el cuerpo, claro, las manos de los médicos, de algunos médicos, de los mejores médicos (éste parece bueno), escuchan con las yemas de los dedos, escuchan el pensamiento, la mirada, escuchan el hígado, los riñones, escuchan los tobillos y la próstata. Somos una tienda de relojes, por dentro, cada reloj dando su hora, marcando su ritmo, trabajando con su minutero, como un insecto o un hombre de las minas. Estamos llenos de relojes interiores, el cuerpo no es que sea relojería, sino que «es una relojería». Ahora, en el reloj de la aorta hay un soplo (yo diría que lo ha habido siempre), más un ateroma, la edad, claro, la media edad, ni Dante ni hostias, nada de la mitad del camino de la vida, no hay mitad ni hay camino, te mueres cuan do sopla el soplo, no se preocupe, no es lo que usted piensa, lo llamamos así, pero no es el soplo/soplo, pues claro que no, faltaría más, forma parte de la minuta (sin nota, por los impuestos) el tranquilizar al paciente, cuando primero se le ha asustado, es un juego casi femenino, casi freudiano, demostración y ocultación, donde lo que se muestra y oculta es nuestra muerte y nuestra vida ¿y para el mareo?, para el mareo valium, claro, valium, yo tenía que hablar en un cóctel esta tarde, pero estoy muy mareado, todo se arreglaría con un valium, pero no me decido, en el cóctel habrá whisky, no puedo o no debo mezclar lo con el valium, llamo por teléfono y pongo voz de enfermo (hay que poner voz de enfermo incluso cuando realmente se está enfermo: de todos modos no se lo creen y se cabrean, que les den por retambufa, que a lo mejor les gusta), metido en la cama, como antes en la camilla de cuero negro del médico, viajo en mi mareo como con un buen has y todas las posibles mujeres del cóctel, multimillonarias sudamericanas vestidas de negro y con guantes rojos cortaditos por la muñeca, nietas de dictadores y tiranos invictos de sangre y mierda, folklóricas de percal y mentira, bellísimas actrices venidas de Pompeya a la mediocridad de un teatro madrileño con pasillos intestinales donde los camerinos huelen a retrete y los retretes huelen a camerino, en fin, en fin, eso es lo que te has perdido, cabrón, por el jodido mareo, polvo seguro esta noche, con una o con otra o con otra, la judeoargentina Rita Hayworth (se parece un poco), la folklórica —la folklórica no, horror, aceite y grito—, la actriz pompeyana, como la madre de todas mis precarias humanidades, el griego y el latín en nuestras lenguas entrealocadas, en treanudadas, la pompeyana de Segovia o de Ávila que da un amor como de cuñada, incestuoso sin incesto, blanco y ancho, abundante y panificado.

 

Última reedición: Ediciones Destino S.L. Barcelona, noviembre 2001.

 

 

 


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Ir al contenido