Fundación Cultural Mapfre Vida. Madrid, junio 1989. Rústica tapa blanda con sola143 páginas. 20 × 13 cm.
Ensayo.
Umbral aprovecha a César González Ruano (CGR) para hablar de literatura y de cómo entender la literatura, que, en el caso de Umbral es como entender la vida.
CGR, dandy, bohemio, escritor, ante todo escritor, literato, «psicólogo de las cosas»; corresponsal en Roma, Berlín, París o Londres, también vividor, elegante y señorito exquisito, aunque algo crápula y canalla, dicen que escribió más de 30.000 artículos —escritura perpetua— y eso que este madrileño murió joven, a los 62, aunque zurrados. Umbral lo conoció en su último refugio del café Teide, cercano al Gijón, ahí le hacía visitas, charlaban. CGR fue el columnista, el periodista total y verdadero, contó mucho, se contó y se confesó de todo y todo lo hizo bien, con estilo, con instinto, con seducción, como le gustaba a Umbral que siempre le reconoció como maestro.
«El invierno huele en Madrid, antes de que llegue, a castañas. Sin ese olor íntimo, vernáculo, aldeano y amable, no nos sería fácil a los madrileños imaginar el invierno». Aunque no numerados son 20 capítulos, la mayoría, como el transcrito, comienzan con una breve glosa de cualquier artículo para, a partir de ahí, entrar en el tema que CGR esboza y que a Umbral gusta.
«Claro que el libro nunca se ha vendido mucho y lo comprendo, pues una sociedad de seguros no tiene porqué meterse a promocionar escritores sin saber nada de ese misterio de la distribución que sólo manejan los editores veteranos.»
LA ESCRITURA PERPÉTUA no es sino la afirmación perpetua del yo. Todos afirmamos el yo viviendo, sencillamente. Vivir es afirmarse, como el que dijo que
«vivir es defenderse». Sólo que el escritor, además, va dejando, como una baba de caracol brillante, una estela de prosa por la que esa afirmación se hace más visible. No hay otra escritura que la escritura perpetua, ya que, el escritor que realmente lo es, escribe siempre. Incluso cuando no escribe: sobre todo cuando no escribe.
El escritor tiene una visión literaria del mundo, tiene un monóculo que nunca se le cae, ni siquiera cuando duerme, y con ese monóculo ve una realidad más o menos real que la de los otros. Ser escritor es no acceder al mundo. No pasar jamás más allá del monóculo.
Pero ocurre que, además, hay escritores que, efectivamente, escriben a diario, toda su vida, y publican a diario, o por grandes bloques, y estos son los ejemplos más visibles de la escritura perpetua, de esa perpetua y monstruosa afirmación del yo que es la literatura.
La literatura, como afirmación incesante y creciente del yo, no supone, claro, que el escritor esté siempre hablando de sí mismo. Pero cuando escribe de lo que ve, de lo que le rodea, de lo que viaja, las pirámides de Egipto o las cataratas del Niágara, está hablando está dándonos sus pirámides y sus cataratas (esto lo sabemos desde Kant). Y, por otra parte, al margen de la interpretación inevitablemente subjetiva de las cosas, el mero hecho de escribir supone ya una afirmación fáctica del yo, como en el aceitunero lo supone el varear sabiamente el olivo.
No hay otra escritura, pues, que la escritura perpetua. Se es escritor por siempre y para siempre, o no se es. De ahí que no creamos mucho en los escritores de domingo. El caso del escritor que publica a diario o a plazo fijo —el columnista de hoy o el folletinista de ayer—, no hace sino visualizar, ya lo hemos dicho, este extremo de la escritura perpetua, que supone ir transformando la vida en texto a medida que se produce, ya que, aunque se escribe sobre el pasado, se escribe siempre desde el presente, como nos enseñan las últimas investigaciones en torno a memoria humana.
CGR es un caso perfecto de escritura perpetua, por cuanto fue pasando la vida a texto, obstinadamente, día tras día, durante casi toda su vida (en este libro nos referiremos exclusivamente al CGR cronista), y la escritura, en el, no es que sea paralela a la vida, sino que ambas son una misma cosa.
No reeditado.
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