Editorial Planeta S.A. Barcelona, marzo Colección Documento. Rústica, tapa blanda con solapa. 379 páginas. 21 × 13 cm.
Cita. Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar. Manifestación callejera.
Recopilación y artículos nuevos.
Umbral comienza el Prólogo diciendo, «Escribo estas memorias de la década socialista llamándola “década roja”, porque así debió ser y no fue».
No es exactamente así. No son Memorias, es un collage dividido en tres partes que no siguen criterio alguno: Primera parte, 27 entradas, Segunda parte, 35, Tercera 34, para un total de 108 artículos, de los que algunas son entrevistas de la serie Mis queridos monstruos publicadas en El País el lejano 1984 y convertidas el libro en 1985; otras procedentes de la serie Los placeres y los días publicados en El Mundo entre 1989 y 1990; catorce de, El Socialfelipiìsmo, publicado en noviembre de 1991, en definitiva, buena parte del libro nos es conocida, la otra también, por lo previsible de los personajes y hechos que la pueblan que son los de siempre: políticos, artistas, farándula. Umbral se repite.
Predomina una soterrada crítica al nacionalfelipismo del momento, así lo llama alguna vez. Prescindible.
El pensamiento utópico del 82
Íbamos con pancartas y con llamas, diez millones de votos, alta España, íbamos con palabras y con puños, diez millones de votos, España/España, íbamos o veníamos, ni se sabe, qué tercera república, qué grito, qué alta revolución de las canciones, revolución pacífica, gentío, íbamos con la izquierda, entre la izquierda, nosotros éramos la izquierda, toda la izquierda parda de cien años, todos los españoles sojuzgados, tremolaba un Madrid como bandera, ondeaba la ciudad entre mendigos. Fue un milagro.
Aquel Felipe de gracias cereales, con la melena negra de gitano aseado, aquel Guerra rasputín que inauguraba un país descamisado, toda la tropa socialista, toda la España que no era nada ni de nadie, sino sencillamente nueva, renovada, renovadora, los que querían más luz y más reparto, y los supervivientes de Tejero, eso es lo que venía, un viento fuerte, el pueblo ya en la calle, calle suya y no de Manuel Fraga, el gentío tomando posesión de Madrid, tranquilamente, tomando posesión del cielo y los Ministerios, de Correos y la libertad. Fue más que un milagro.
Yo respiré en la calle un tornado de democracia, un ventarrón de dioses, o de pueblo oreado, como cuando se sacan las alfombras a la calle, porquese ventilen, y Madrid aparece de colgaduras, esperando la llegada de la Historia, de un rey que nunca viene (el rey ya había venido, y muy previsto). De modo que el día tuvo ese color festival de cuando se sacan las colchas, las banderas y las alfombras a los balcones, en un domingo deramos laico en el que Felipe era como un Mesías, como un Cristo de pana en el burro de los diez millones de votos, y Guerra su primer apóstol o su profeta anunciador. Madrid echa la casa por la ventana y el perchero por el balcón, llenando el aire de luz y sol reflejados en espejos de perchero, encuanto intuye, ciudad muy política, que algo pasa, que alguien pasa.
No se volcaron tranvías, como en el 31, porque ya no hay tranvías, pero el viejo tranvía herrumbrado del franquismo, la ferraba gualda (y roja) del viejo régimen, estaba en mitad de la calle, patas arriba, ruedas arriba, y unarueda giraba sola, todavía, que era la rueda monocorde del discurso conservador, del discurso ultra, del discurso eterno de los otros, cautivos y desarmados, o eso creíamos.
En torno, los chicos de la litrona, las maripuris de la Revolución Francesa y los alegres maricas que en esos momentos históricos se convierten en los tulipanes de la libertad y sus pecados. Por la noche, en El País, que entonces era mi periódico, le dimos una cena a Felipe González, que llegó de melena y botas, sin corbata, y se sentó con las piernas cruzadas, a fumar un puro de Fidel.
No reeditado.
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