Editorial Planeta S.A. Barcelona, enero Tapa dura con sobrecubierta. 236 páginas. 20 × 13 cm.
Dedicatoria. A Miguel García-Posada.
Cita. No te duela ese llanto, no te cures del mundo. Rubén Darío.
Novela.
El intemporal Francesillo, desde la atalaya de periodista lírico, maduro y triunfador, es el narrador de su historia pasada.
Un Madrid de «color gentío» de principios de siglo xx, Grande Guerre.
El gentío puede ser un color.
Francesillo vive en la casa palacio de su bisabuelo Martín Martínez que vende mulas pardas militarizadas al gobierno de Francia, también están los abuelos Cayo y Eloísa, su madre y un matriarcado de tías, primas (Maena y Micaela) y chicas de servicio, fregatrizes cariñosas. Entre las tías, Agaldefina, a veces trigueña, a veces morena, con la tisis de siempre y las amigas de esta, María Luisa, María Eugenia que es medieval y gótica. Eugenia, fracasada en amores ingresa en el convento de las monjas Bernardas. Aparecen Delmirina y las Caravaggio, de las Caravaggio de toda la vida, en especial Sasé. Todas, tías, primas y demás, «unas pájaras, como a ellas gustaban llamarse». Se integra en el matriarcado Penélope, la cabra del jardín.
La imaginación del escritor, o la de Francesillo, se desborda, y novela resulta entre cubista, surrealista y cierta.
Un joven Picasso, más allá del azul y rosa, está en Madrid metido en otra época, pinta el culo cúbico de Delmerina, el desnudo de Algadefina y de sus amigas, son: «Las señoritas de Avinón».
Por la casa palacio, los jueves, aparecen a comer cocido todo tipo de personajes, Rubén Darío, «Peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía», Galdós, el torero Machaquito que bebía anís Machaquito a los postres, Miguel de Unamuno, beato barroquizado de contradicciones que terminaría enviando cartas con aroma de mar desde su exilio en Fuerteventura, José María de Cossío, que tocaba los muslos de Francesiilo, Pio Baroja, Emilia Pardo Bazán, liberal, la Bella Otero, Miguel Primo de Rivera, colado por Agaldefina, Valle-Inclán, con botines blancos de piqué y pipa de kif, García Lorca, un granadí que tocaba el piano a cuatro manos con la tía Algadefina, José Antonio,
«bello y triste doncel», también Azaña que se negaba a ser «el presidente de una guerra civil» y otros, es decir, todos; a veces coinciden y dialogan entre ellos. Una maravilla.
Francesillo, harto de la cabra Penélope, cansado de María Luisa y otros muchos desahogos, nos narra su inalcanzable amor de silencio y sombra por Algadefina.
El libro concluye en un humano e incrédulo Madrid guerracivilista de sangre y canciones en donde todavía existe la esperanza.
UN TAL PABLO PICASSO andaba por la ciudad haciendo retratos a las señoritas que se dejaban. La tía Algadefina se dejó y la sacó en bolas, un poco agitanada, pero vagamente parecida.
—Oiga, señor Picasso, que la tía Algadefina no se parece demasiado.
—Deje el retrato en paz. Los retratos tienen que reposar. Ya se parecerá. Yo, que era un redicho, se lo solté al joven artista:
—Usted lo que pasa es que imita a Nonell, el catalán.
—Vete a la mierda, niño.
—Soy sobrino de la tía Algadefina.
—Pues mayormente.
Pablo Picasso tenía una cierta pinta de garajista joven que salía con mujeres azules y rosa, lo cual era el escándalo de la ciudad. Con la tía Algadefina salió largamente. Se pasaban las horas en el estudio del joven pintor, un torreón en la plaza de San Miguel, y yo me preguntaba si follaban o no follaban. Parece que Picasso gastaba todo el tiempo en sacarle apuntes al cuerpo esbelto, lírico y tísico de la tía Algadefina. En Madrid no se hablaba de otra cosa.
—Que la señorita Algadefina anda saliendo con ese artista catalán y golfo que ha venido a parar a Madrid.
—Que no es catalán, que es malagueño.
—Que es de La Coruña.
—Y una mierda.
—Dicen que el padre era profesor de dibujo en La Coruña.
—De casta le viene al galgo.
—Eso.
—En Bellas Artes saca muy buenas notas.
—Pero es que tiene una fijación con sacar mujeres desnudas.
—Mayormente la señorita Algadefina.
Pasados los años, los siglos, he visto correr por las galerías y las subastas, por los museos y las colecciones particulares y públicas, el desnudo que Picasso, el garajista, le hizo a la tía Algadefina, pobre, tan muerta ya, y aparte de que lo encuentro muy parecido, me parece que aquel señor era un Isidro Nonell con mucha más casta que Nonell. El catalán Nonell buscaba el dramatismo y el malagueño Picasso buscaba eso que hay más allá del dramatismo: la nada. ¿La tía Algadefina es la nada? En esta novela/saga del siglo xx va a ser mucho más que eso. Picasso seguía clases de Bellas Artes en la Academia, ya se ha dicho, vivía en una casa de lenocinio y tenía su estudio en la madrileña plaza de San Miguel, en un torreón. La tía Algadefina dijo siempre que se prestaba a ser modelo gratuita de Picasso por tres razones, como nos enseña la Teología, que siempre es trilateral: porque Picasso iba a ser un gran pintor, porque Picasso le gustaba como hombre y porque quería dejar un retrato suyo en bolas a los nietos que no iba a tener.
Última edición. Editorial Planeta S.A. Barcelona, mayo 1997.
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