Barcelona, noviembre Tapa dura con sobrecubierta. 256 páginas. 21 × 13 cm.
Cita. Madrid es una ciudad situada a 650 metros sobre el nivel del mar. (De un diccionario geográfico)
Novela.
«Mi novela más maldita, más malvada, … la hice lleno de whisky, de soledad y de felicidad.»
Se dice en la contraportada que es una novela de realismo sucio. Si queremos saber lo que entiende Umbral por «realismo sucio» (en España, Mañas, Jambrina o Lóriga, Generación X) tenemos que volver al Diccionario de Literatura en donde tiene entrada extensa.
La brutalidad como virtud literaria, la barbarie en la civilización, en la ciudad. Ambientada en el desaparecido y mísero poblado chabolista de La Celsa (inmigración nacional) localizado al sur de Entrevías y del Pozo, off Vallecas, más o menos por el actual Mercamadrid; en la novela es La Hueva. Quizás el padre Llanos habló a Umbral de La Celsa/La Hueva, es posible que un curioso Umbral, solo o con Llanos, fuera por allí más de una vez.
«Hasta hice mi novela de La Celsa, Madrid 650, que los críticos y el público descubrirán cuando me haya muerto, un director de cine dijo que tenía demasiados argumentos para un a peli. Otras veces se quejan de que hay poco argumento. La hostia. Hoy, La Celsa, es una puebla que revienta de vacío, un suelo de adoquines y de tierra, un niño que duerme encima como arrojado al sueño por el hastío y el desprecio de la ciudad, un zoco de la droga y un sol purísimo que nace allí mismo, en el este.»
«Madrid 650 yo creo que es mi novela más novela, una película, me gusta mucho.»
Jerónimo, joven, alto y rubio vive en La Hueva, en los arrabales de los arrabales de Madrid Este, en un vagón de renfe que por allí se encuentra y que nadie sabe cómo ha llegado, es el tirano, el jefe, el caudillo líder del poblado; por el vagón, por la renfe, pasan y viven otros: María, que roba bragas rojas en el Simago de Vallecas; Juan Gualberto, distinguido de visera, como Carlos Barral, y tuerto de parche; Auxiliador, mendigo que pide con conocimiento en el parking del Palace; Blas, de gallardas místicas y prolongadas, que no sirve para nada y sirve para todo; Medrano uruguayo/paraguayo, bamboleante, melancólico y aburrido, lee el Financial Times; Juana, pija de Serrano y muy folladora; Paco, que fue jardinero sustituto de los marqueses de Urquijo; Bellarmina, delgada de melena rubia y caderas anchas, puro hueso dentro de tejano, toca bien la guitarra, en especial boleros, pero no canta, no sabe la letra; Estebanía de melenita garson, cara de belleza antigua, cuerpo a medio hacer, los ojos negros y sin fin. Los acompaña en los altos del vagón, Gilda, una cabra blanca, elegante y afgana a la que Jerónimo, Jero, asea, pasea y da de comer, mayormente trigo, también algún libro de Carlos Barral y el Financial de Medrano.
Jerónimo, de vez en cuando, necesita matar a alguien. La fascinación de la violencia. Cerca del poblado está la calera, un hoyo profundo de cal viva en donde desaparecen los asesinados, pero también hay otros cadáveres, los del cementerio de La Almudena, los que duermen en el vagón y los del poblado alguna noche se acercan hasta el cementerio y saquean tumbas para conseguir anillos, relojes, también dentaduras, de algo hay que vivir, también profanan los cadáveres, algunos los violan, en algo hay que distraerse.
A Umbral le sorprendió la novela «Historias del Kronen», finalista del Nadad en 1995 y de un nuevo José Ángel Mañas de 23 años, algo distinto y que resultó ser un best-seller, libro icónico y de referencia. Umbral no quiso quedarse atrás en esa moda narrativa del «realismo sucio» y pocos meses después publica Madrid 650 quizás para demostrar que a sus 63 podía con lo que fuera, con su verdad de las vidas de los más marginados y puteados. Bien, pero no acierta, a Umbral le traiciona el lirismo que sigue presente en el libro y que tiene encaje difícil en lo sórdido. El realismo que muestra Umbral en la historia que cuenta se convierte en una ensoñación esperpéntica y a veces provoca sonrisa. Perfecta prosa.
EL VAGÓN DE FERROCARRIL está en mitad del campo, al este de la ciudad, sin raíles y con alguna rueda de menos, en herrumbroso equilibrio, plantado en la tierra, esbelto y como quemado, largo y solo, sin antes ni después, sin vía ni locomotora. Con el tiempo, sus ruedas han ido hundiéndose en la tierra, por el peso del invento, o bien las espigas salvajes han crecido por encima de las ruedas, hasta hacer del vagón de ferrocarril un elegante y requemado barco/crucero por los mares secos y amarillos de lo que ya es más campo que Madrid.
El vagón de ferrocarril nadie sabe quién lo trajo aquí, ni cómo, ni por qué, pero ahí está, en las afueras del barrio (que a su vez es las afueras de las afueras), con su hermosa longitud de cosa valedera e incendiada (por el incendio o por el tiempo), con su majestad oscura y, todavía, su último ademán de viaje hacia lo azul del mar, que sólo es el azul del cielo, nublado a días de nubes tendidas o ropa que vuela por los aires.
Durante la mañana, los niños del barrio/desbarrio juegan entrando y saliendo del vagón. Son niños oscuros, mulatos de lo blanco, negros de miseria o de sol, cuarteroncitos de lo negro, blancos de luz o de hambre, con sus ojos peliverdes y europeos, como los de los gatos, con sus vaqueros más viejos que ellos y su cara de crimen infantil.
Los niños, con el viejo vagón, juegan a los trenes, al lejano Oeste, al tranvía (que no han conocido), al galeón español lastrado de oro y a la nave espacial de dos mil uno, que para eso vieron la peli en el barrio, cuando entonces. Por las tardes, el vagón de ferrocarril, que conserva un aire de vagón de primera, como una vieja y grande dama en un asilo, es refugio de parejas (él, fresador de Comisiones; ella, solapista para El Corte Inglés) que fornifollan directamente sobre los alabeados asientos de cretona y podredumbre: lo último que pierden las cosas es la línea, aunque estén ya muertas por dentro. Hay hasta intercambio de parejas en las tardes del vagón absurdo, nao varada en los mares secos del secarral donde se deshilvana la ciudad. Sólo al anochecer entran las parejas en el vagón, ellas con prisa y ojos bajos, como si entrasen en una casa de citas; ellos, lentos y altivos, deseando que les vea todo el barrio, como desea/espera siempre el macho.
Por las tardes, en los atardeceres, o sea, las madres no dejan a sus niños subirse al vagón, ni escalar sus escaleras exteriores, que van del pedal al techo, ni acercarse siquiera. Para los niños de este barrio el vagón de ferrocarril, tan accesible de día, es un misterio nocturno, una cosa que rondan de lejos, espiando sombras en la sombra, y, los más audaces, tirando piedras contra las ventanillas (todavía queda algún cristal por romper), ya que la última o primera y más urgente pregunta del niño, sea urbano o suburbano, es siempre la pedrada. Toda pedrada infantil es una pregunta urgente y valiente por el mundo que se le oculta, como toda ballestería no era sino un sistema de preguntas al enemigo. Preguntas que matan, pedradas que sobresaltaban a los amantes entre dos luces, ya sabes, los jodidos niños, los cabrones, que quieren enterarse. Idos los novios y amantes de atardecer («La que se sube al vagón casará con un cabrón», dice la inspiración del barrio), acostados los niños y dormidas las piedras muy cerca de las estrellas, al vagón van llegando lentos sacos humanos, vagabundos, bohemios, viejos, borrachos, picados, sólo hombres, que han encontrado en este corto tramo de renfe su hotel nocturno, el reposo del caminante, una camaradería de vino y sueño, la paz de los caminos en un vagón de tren, sin máquina ni raíles, que no lleva a ninguna parte y sólo el tiempo y los niños van desguazando lentamente, delicadamente (así es como trabajan el tiempo y los niños: el tiempo, realmente, tiene manos infantiles y el infinito cuidado con que trabajan esas manos). Jerónimo, aunque no es viejo ni gordo ni se siente acabado, también suele dormir en el tren.
Jerónimo es del barrio de toda la vida. Alto, rubio y adolescente. Unos ojos chinos y una navaja que funciona. En el barrio, en el derramado arrabal que va hacia el cielo o hacia el tiempo, con sus artesas y sus muertos que fuman, a Jerónimo se le quiere de cuando niño y se le teme desde lo de la navaja. Lo de la navaja es largo de contar. Pero Jerónimo, cuando acampa en el barrio, que no es siempre, ni mucho menos, lo hace en el vagón de ferrocarril, lo que todo el barrio conoce por la renfe.
Última edición: Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE).
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