Editorial Planeta S.A. Barcelona, septiembre Colección: La España plural. Tapa dura con sobrecubierta. 182 páginas. 23 × 15 cm.
Dedicatoria. A José María Stampa, cómplice de aquel tiempo.
Citas. Oh tiempo tus pirámides. Borges.
El ejercicio de la memoria es un placer y un bien, porque implica conocimiento. Volver a evocar una superstición no significa practicarla, sino conocerla. Césare Pavese.
Memorias. «Libros de infancia y provincia».
En el Atrio, Umbral dice, «Los cuadernos de Luis Vives, en fin, son un libro donde me he confesado como nunca, desvelando el que fui explico el que soy». Más o menos. Quedan lagunas de lo que fue su infancia, no importa, interesa el Umbral escritor, Los cuadernos cuentan la forja de ese escritor en una pequeña ciudad de provincia, de nuevo Valladolid, en la grisalla de los finales cuarenta y años cincuenta.
Para algunos uno de los mejores libros de Umbral. Puede ser. Poca ficción, Umbral rescata unos amarillentos cuadernos escolares por ahí guardados en donde hacía anotaciones literarias, los Cuadernos de Luis Vives, se llamaban; hace memoria, reflexiona, los completa y los reescribe, eso cuenta. Nos narra su adolescencia (retrato de un artista adolescente) y su juventud temprana y desde ahí muchas cosas.
La misa dominical de una en la catedral llena de mujeres burguesas guapas y atractivas, el traje de los domingos y su ropa snob («solo lo artificial vale la pena»); su afición a la poesía como remedio de la soledad; los aburridos conciertos con mamá en el Teatro Calderón; el adolescente embarrado en el manicomio de la Literatura; recitales de poesía en La Casa de Cervantes; lecturas de otros en la Aula Magna de Universidad; el Café Royalty y los periódicos de Madrid; paseos por el Frondor; la ciudad, el río y la barca de Ulises alquilada a Oliva, gitana mítica; lo Absoluto de Juan Ramón Jiménez y lo esencial de Neruda, Guillén, Proust, Cossío y otros, ante todo los del 27; ganarse la vida en la sombría y triste oficina de reaseguros; besos en el puente deslumbrante de los trenes con chicas industriosas que quieren casarse; su marginación, por poeta y por pobre; momentos sinceros de deseo mercenario para hacerse hombre con Carmen, la Galilea, meretriz de Santa Clara; curiosas glosas de remotos poetas locales de aquellos tiempos; las enfermedades; el retrato y la curiosidad por la tía Algadefina; la habitación de mamá; el clan juvenil de pandilla, amistad y gamberrada.
«El poeta como ladrón de fuego».
Todo esto y más. Umbral cuenta el temprano enigma de su pasión por Literatura, su vocación y su preocupación por ser escritor, su empeño en vivir literariamente que en su interior combatía con lo que entendía “farsa” y “falta de compromiso”, su decisión de poner en prosa todo su lirismo, su empeño en crear una prosa distinta, inconfundible y suya. Al final, su apuesta definitiva: Madrid, «Renunciar a Madrid sería renunciar a mí mismo.»
Planea la figura de la madre que abre el libro desde su marienbad de tedio y plateresco. Su muerte lo cierra.
Buen libro.
LA novela de mamá la he contado muchas veces, como novela y como memorias. Hay en esto tanta devoción materna como imagen literaria. Lo sobrecogedor de la literatura es que, hasta la propia madre, cuando la escribimos, se vuelve literatura. Mamá —Ana— fue una niña de lazo suelto (primera imagen de su vida desanudada o mal trenzada) que saltaba a la pata coja (teniendo las dos tan bellas) y cantaba El relicario sin saber lo que cantaba: decía «talindro pie» por «tan lindo pie». Los niños son los verdaderos dadaístas. Por las fotos sepia (el tiempo es sepia), por sus propios relatos, por las revistas, la veo como una bella adolescente mundana (provincianamente mundana) de los años veinte/treinta. Dedicaba ya las fotos con una caligrafía redonda, clara y segura. Así fue ella (sin que yo creyera demasiado en doña Matilde Ras) hasta que el tiempo y la anécdota (negra) la hicieron excesivamente esferoidal o excesivamente estilizada. Una redondez de alma que acabó frustrada, una claridad de mirada (ojos pardos y oro) que acabó velada, como oro viejo, una seguridad de hembra que acabaría golpeada por la vida y sus fechas, por sus fechas/flechas. La tuberculosis, en fin.
Mamá, en los patios platerescos de la provincia, tiene una esbeltez trágica, una belleza dura que es como una máscara griega y violenta. Detrás estaba la madre. La madre que aún no era madre. Uno, si presta atención, tiene el privilegio de ver y vivir el pasado inmediato que le concierne. Aquella madre de los años de Greta Garbo no es que mimetizase a Greta Garbo, como todas, sino que Greta Garbo la mimetizaba a ella. Así lo veía su hijo. Es decir, yo. Greta Garbo, en las películas (aún no me llevaban al cine, o en todo caso al cine infantil), imitaba a mamá. Mamá, desde su provincia de tedio y plateresco, era la que había impuesto un estilo al mundo, un aire de los tiempos y una pamela. Y eso es lo que había recogido la actriz de Hollywood. Las grandes figuras —actrices, políticos, escritores de fama— ¿crean el tiempo, su tiempo, o no son sino síntesis humanas de ese tiempo, fetiches, iconos de la inmensa religión de la actualidad?
Mamá en parques solitarios, otoñales, en marienbads oníricos, que diría yo hoy, con sus abrigos de gran cuello de piel (prestigio ruso de los zares caídos) y talle de paño esbelto. Mamá de perfil purísimo, con sombrero de velito, viuda de nada, viuda de sí misma, viuda de la vida, y un ojo, el derecho, abierto claramente a la claridad, como una gran lágrima de lucidez y belleza.
Éste es el personaje literario del que he usado y abusado en mis libros. Como más o menos he apuntado más arriba, qué hacer cuando la propia madre se convierte en literatura. ¿Hasta qué punto la amo y hasta qué punto la utilizo, como a cualquier otra mujer? Es la cualidad devorante de la literatura, que se alimenta casi exclusivamente de pasado, o sea de memoria.
No reeditado.
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