Editorial Planeta S.A. Barcelona, febrero 1999, Colección Autores Españoles e Iberoamericanos. Tapa dura de editorial con sobrecubier432 páginas. 21 × 14 cm.
Dedicatoria. A Carmen Díez de Rivera.
Cita. Andan días iguales persiguiéndose. Pablo Neruda.
Diario.
«Sólo la edad, más que la obra, nos hace respetables». Diario cotidiano y del momento: él (un ser de lejanías), su entorno, sus amigos, la actualidad, su ciudad y las vanidades de las cenas sociales vip con Inés Sarriera —muy presente en el libro— y la pandilla de Inés en la que siempre aparece Cela que no se pierde una.
Bajo la presencia parra roja tamizando las diversas luces del día, en la Dacha, desde la cotidianidad del trabajo, desde las idas y venidas a exposiciones, conferencias e inauguraciones («me aplauden como a un viejo capitán»), desde el relato de algún que otro ligue previsible, encontramos un Umbral relajado e incisivo, que nos es familiar, un Umbral seguro, que no llama la atención, auténtico que nos adivina y nos precisa sus sueños y que entretiene por lo que cuenta y ante todo por cómo lo cuenta. Debió disfrutar escribiendo este libro. Prosa perfecta.
Transcurre desde septiembre 1997 a octubre 1998, «un año de mi vida, y de la vida que me rodea, escrito con paz, indiferencia, escepticismo, consuelo y el beneficio de la luz en el jardín.» Abundante en lirismos, intimidades, soledades y despedidas.
Un día de verano, recordando a Guillén, escribe, «Lentos veranos de la infancia, horas tendidas como playas». Libro similar, aunque menos intimista y llorón —que también— a Diario de un escritor burgués del remoto 1977. Hay filosofía existencialista, pero ante todo Umbral habla de literatura, en particular, de su literatura, de su escritura y de sus preferencias que ya conocemos: Cela, Pepe Hierro, Valle, Lorca, Saramago, Delibes y otros. De política hay menos páginas, magníficas las del Rey, Adolfo Suárez o Azaña. Buen libro.
Septiembre
Lunes 22
Como el verano fue tormentoso, espectacular, frío y revuelto, el otoño está entrando como una modesta eternidad en la que vamos a vivir siempre, con tardes paradas, fuera de hora, y un sol callado y bueno, con algo de león en invierno. En Madrid, y más aún en el campo —estoy en el campo —, septiembre y octubre suelen tener un esplendor como monárquico, lo cual quizá explica toda la pintura cortesana que aquí se ha hecho, dándole a la monarquía un oro que parece halago de la historia o del pintor, pero que es puro clima. Desde Goya hasta los últimos paisajistas manchegos, el oro bajo y la monarquía van como unidos metafóricamente en el cuadro. Así como el pintor suele representar la santidad con una luz blanca —un rayo suave— que baja del cielo, la monarquía la representa mejor a la luz tardía de un día de otoño, cuando también se comprende lo que es el barroquismo en Madrid: un exceso y desperdicio de tesoros religiosos o paganos que nos hacen a todos así como hidalgos de la mendicidad, pordioseros de la abundancia.
Como estar, yo estoy solo a medias, y por eso principio un diario más o menos íntimo, más o menos mundano: precisamente porque se va uno alejando del mundo, interpretando a mi manera al «ser de lejanías» de Heidegger.
Quiero decir que estoy débil, visitado de sudores, brutalmente desengañado del negocio literario, precisamente hoy (negocio que en realidad me ha dado mucho más de lo que esperaba), con una algia en el hombro izquierdo que despierta en cuanto escribo (por eso escribo ahora, para provocarla), más las consabidas enfermedades crónicas que son las que menos molestan, ni se notan, precisamente porque matan con sutileza y suelen durar más que la propia vida. Felipe González y los demás políticos reanudan la actividad insultiva que en realidad no abandonaron en todo el verano. González, desde que se fue de los cargos —que no de la política—, hace una labor marginal, provocadora, faltona. Digamos que no está a la altura de su fracaso. Llevar con elegancia y paciencia un fracaso es más difícil que llevar un triunfo. A mí no me decepcionaba tanto el Felipe que delinquió en política, financiera, social y violentamente, como me decepciona este hombre impar, inteligente, político de raza, orador eficaz y raudo —andaluz—, que no tiene recursos para mantener la favorecedora figura del vencido. (…)
Pasé el verano escribiendo una novela a diez folios diarios (de ahí la algia del hombro, ya no estamos para nada), y ahora me apetece hacer algo más íntimo y más libre, sin la «odiosa premeditación de la novela», que dijo André Bretón. Amo los géneros literarios por donde corre el tiempo real, vivo, lozano: memorias, diarios íntimos, crónica periodística. El tiempo de la novela es un tiempo falso, convencional, parado, del que dispone el autor como de un capital, mezquinamente. El tiempo de las memorias, de la crónica, del diario íntimo o público supone escribir con los pies sumergidos en las aguas del pasar (también logran esto algunas biografías, incluso). Ningún tiempo tan manantío en todo Juan Ramón Jiménez (que no escribió de otra cosa) como el tiempo de Platero, que es el tiempo real, o casi, de un burro.
Ya le apetece a uno poco galvanizar lo viejo o inventar el asunto cuando la vida no es sino una confusión de asuntos. ¿Para qué añadirle uno más, siempre el mismo? Me sumerjo, pues, en la corriente del huidizo presente para dar mi inaprehensible vida, sacar a la gente recién duchada, en vivo, guapa de actualidad o fea de inactualidad, y que el clima, los días, las luces, el color de cada estación y cada siesta no se me escapen más, que ya van siendo lo único que me importa, o eso digo. La gata no volverá hasta la noche; la panameña, hoy triste y bella, medita en la cocina, lee cartas y sueña con otros crepúsculos más intensos, más rojos, más perdidos.
Última reedición. Editorial Debolsillo S.L. Barcelona, mayo 2000.
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