2004

Un libro más que curioso.

El búho viajero. Colección “Biblioteca leonesa de interesantes, agotados y raros”. Enero Edición Facsímil para los diarios “El Mundo” y “Crónica de León”. Rústica tapa blanda. 68 páginas. 20 × 14 cm.

Prólogo de Fulgencio Fernández.

Recopilación.

 

Umbral llegó a Madrid en febrero de 1961, publicaba en donde podía, donde le invitaban; cuarenta años después este breve libro de extenso prólogo recopila artículos publicados en el lejanísimo 1962 bajo el título Crónicas de las Tabernas Leonesas en la revista mensual “León”, de “La Casa de León” de Madrid (meses de mayo, junio, julio y agosto). Se refieren a la cotidianidad de esa ciudad, mayormente a las tabernas y bares del Barrio Húmedo que es donde se pulsa la vida y el día a día de lo que ocurre en la vida provinciana. Son trece tabernas, a cinco o seis acude con «el pequeño Vicentín» un amigo del último o penúltimo vino y algo fracasado, todas tienen su alma y su secreto, desde esta visión son artículos costumbristas con curiosos personajes, algo que no volverá a ocurrir en su obra literaria. El Umbral de entonces, el primer Umbral, el Umbral que huyó del tedio provinciano de la tasca y de la nada, era un escritor potente, un observador curioso. Oficio de escribir, oficio de vivir. Buen libro. Una de las tabernas, Casa Benito, sigue ahí, por la Plaza Mayor.

 

De una tasca con tradición que se titula bar, ella sabrá por qué

En la leonesa calle de Misericordia, esquina a la plaza de las Tiendas, se abre —temprano— el bar de Eduardo Santos, a quien en vida llamaron por apodo, que no era de su agrado, quizá porque no le iba, y, en todo caso, porque desconocía, sin duda, las gracias de suavidad y virtudes de filosofía que adornan a veces los de la especie. Y valga como ejemplo el moguereño “Platero”.

El bar de Eduardo Santos lo regenta —con más paz, y no sé si más ganancia que en vida del difunto— su viuda, doña Cloti, que lo es desde hace unos cuatro o cinco años, los justos y cabales que van desde que el señor Santos subió al cielo de los buenos taberneros.

¿Cuántos años lleva abierta al público en la calle Misericordia, esquina a la plaza de las Tiendas, la taberna —el bar, perdón— del tal Eduardo Santos? El compadre dice que muchos. Y el compadre sabe de estas cosas. ¿Quizá veinte, quizá treinta, quizá más? A lo que a uno le gusta —mujeres, tabernas, o lo que sea— no se le debe preguntar la edad. Parece que doña Cloti no viene de muy lejos, sino del cercano San Andrés. Es anciana graciosa, con sus quizá sesenta

—ya volvemos a los años—, llevados a fuerza de simpatía, sonrisa, experiencia, ocurrencias y buenos modales para el mostrador. Ella, con el pelo ya casi blanco, para el despacho tiene una sobrina, que parece amable, limpia, joven, sin duda. Al compadre le atiende como de cierta confianza, y cuando repara en la facha de uno, el compadre, que está en todo, se explica:

—Aquí el señor, que le gusta tomar notas.

Estamos en el reinado de Alfonso XI. En este lugar, valle de Misericordia, esquina a la plaza de las Tiendas, vivió el moro Malhacín, que por su sus buenos y condescendientes servicios al rey, llegó a mayordomo dentro de la corte.

Fue un moro popular, y de la que era su casa aún queda una ventana, que da a la Travesía de la Misericordia. Tiempos del rey cristiano y el moro Malhacín

… Tiempos de Eduardo Santos, con su gran blusón de rayadillo, alto y poderoso. Parecen ya un mismo y confundido tiempo. La taberna guarda en lo hondo, abodegada y confusa, su historia de moros y cristianos, que ya se mezcla en el recuerdo con la memoria violenta del difunto Eduardo santos. Pero, por delante de todo eso, de mostrador afuera, lo que la taberna da a la calle es la sonrisa confianzuda de doña Cloti.

—Oye, ¿a qué sabe este cocido? El compadre lo va enumerando confidencialmente: A cecina, a lacón, a chorizo, a morcilla …

 

No reeditado.

 

 

 


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