Editorial Alfaguara S.L. Madrid, julio 1965. Colección, “La novela popular”, nº 13. Rústica tapa blanda. Bolsillo. 83 páginas. 16 × 11 cm.
Novela corta. Literatura de infancia y provincia.
Primera novela y primer libro de lo que llamó «Literatura de infancia y provincia», habrá muchos más; tuvo problemas con la censura y se publicó dos meses después del ensayo sobre Larra, fue finalista en 1964 del “Premio Guipúzcoa” de novela corta que ganó el alicantino Enrique Cerdán Tato con, El tiempo prometido.
Umbral empieza fuerte, enseña pronto sus heridas y la memoria de una adolescencia que genera rebeldía y venganza.
Pandilla de jóvenes ociosos, Dupont, Berto y otros —entre ellos el narrador— en un posible Valladolid y un posible Pisuerga de los finales cuarenta, «mala gente», según el narrador.
La calle como escuela. Rock, guateques, bailes, robos y paseos en barca por el río. Olivita, una gitanilla de doce años es, «serpiente joven vestida de faralaes». Escenas crueles de gamberros, más bien de salvajes: violación de Olivita en el vagón de un tren. La novela concluye en un beso casi enamorado del narrador a Estrella, la amiga bizca, «cerrando previamente sus ojos con la palma de mi mano». Valladolid, siempre desdibujado, será escenario de otros muchos libros.
«Aparte algunos cuentos y novelas muy cortas, mi primera novela de infancia la pergeñé hacia los primeros años sesenta, y una vez depurada y sometida a diversos avatares, quedó en novela corta de unas cien páginas, y como tal salió a la calle en 1965 con el título de Balada de gamberros.»
«La escribí en un pequeño apartamento de General Oraa. Por las mañanas hacía yo periodismo, luego comía en un tabernón de albañiles y después de comer escribía tres o cuatro folios de mi Balada. Aún gravitaba sobre mí el socialrealismo de lustros, solo contrarrestado por la lectura desodorante de Henry Miller y los beats. Esas son las fuerzas encontradas que hay en Balada: un intento de escritura en libertad.»
«Balada de gamberros es mi primera novela y, por lo tanto, una novela corta. Digo por lo tanto porque al escritor nuevo se le suele quedar corto el material. La novedad es impaciencia y la impaciencia lleva a resumir, naturalmente. Hay escritores nuevos que hacen un primer libro muy largo, pero esto es también por impaciencia, sólo que entendida o practicada a la inversa: la impaciencia de decirlo todo de una vez. Balada de gamberros es una novela necesaria, convenientemente truncada, y me la publicó Camilo José Cela en Alfaguara, año 1965 o cosa así. Juan Ramón Jiménez lo llamaría un «borrador silvestre». Borrador silvestre de todo lo que había de ser mi literatura de infancia y provincia».
«…tengo que recordar que ahora se reedita mi primera novela, Balada de gamberros, editada en los sesenta y que se refiere a la delincuencia juvenil de los cincuenta —pleno franquismo— cuando uno era una especie de Jaro de provincias vestido de ropa dada la vuelta por la Sínger de mi tía. O sea, que no nos liemos solos. Delincuencia juvenil ha habido siempre, o casi. Con motivo del centenario de Quevedo me están breando a conferencias y artículos, lo cual que El buscón y toda la picaresca son ya una movida delincuente y juvenil en el corazón carcomido del imperio y entre el oro podrido del Siglo de Oro. La soledad del corredor de fondo nos explicó hace muchos años que en la Europa industrial avanzada no sólo había delincuencia juvenil, sino que ésta era consecuencia de la industrialización.»
EL RIO se helaba todos los inviernos. Y surgía entre ambas orillas un blanco campo de batalla a donde bajaban, por entre la maleza de la orilla selvática —una orilla era toda selva y la otra casi ciudad—, los chicos de las huertas y los campos. Era un puente de hielo por donde nos llegaba la invasión de aquellos grupos hostiles y huidizos. Una especie de pastores siniestros, de sangrientos zagales que tenían otra forma de luchar y de subirse a los árboles. Usaban honda en lugar de tirador. Eran otra raza.
Una mañana, sin saber cómo, volví a encontrarme luchando junto a los chicos de San Lorenzo, en mitad del río helado. Los zagales de la orilla de allá se replegaban hacia sus arboledas. Sus piedras caían casi verticalmente sobre nosotros, o sonaban opacamente en el silencio del invierno nevado, quedando allí, negras sobre la superficie blanca del agua helada, al alcance de nuestra mano. Eran proyectiles que podíamos devolverles. Armas que se nos brindaban. En una cantera a campo abierto, las piedras arrojadas se pierden entre las piedras. Pero este intercambio de proyectiles, en el río nevado, hacía interminable la batalla.
Última reedición. Menoscuarto Ediciones. Palencia, mayo 1999.
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