Editorial Planeta S.A. Barcelona, octubre Tapa dura tela con sobrecubierta. 244 páginas. 19 × 14 cm.
Dedicatoria: A Miguel y Dámaso, amigos míos.
Cita: Como estériles permanecen las flores hermafroditas de estilo corto de la Prímula veris mientras sólo las fecundan otras Prímulas veris también de estilo corto, y acogen con gozo el polen de las Prímulas veris de estilo largo. Marcel Proust.
Portada. Olivé Millán.
Novela.
El título podría tener origen en un soneto de Lorca a su amigo José de Ciria, poeta santanderino residente en Madrid, muerto a los veintiún años; el soneto es de 1924, Lorca tenía veinticinco.
¿Quién dirá que te vio, y en qué momento?
¡Qué dolor de penumbra iluminada!
Dos voces suenan: el reloj y el viento,
mientras flota sin ti la madrugada.
Un delirio de nardo ceniciento
invade tu cabeza delicada.
¡Hombre! ¡Pasión! ¡Dolor de luz! Memento
Vuelve hecho luna y corazón de nada.
Vuelve hecho luna: con mi propia mano
lanzaré tu manzana sobre el río
turbio de rojos peces de verano.
Y tú arriba, en lo alto, verde y frío,
¡olvídate! Y olvida el mundo vano,
delicado Giocondo, amigo mío.
Libro de referencia. Concursó al Premio Nadal de 1968 que ganó la fantasía de Álvaro Cunqueiro, un griego mindoniense que iba a su aire con un libro peculiar, Un hombre que se parecía a Orestes. Nunca el Nadal tuvo finalistas de tanta calidad.
“Me han dicho los del jurado que les había gustado mucho … pero que no podían publicarla”, dos años después Planeta se atreve; que te publicara José Manuel Lara suponía reconocimiento en el mundo de las letras, prestigio.
La novela fue un éxito. Umbral en la cumbre. Nunca descenderá.
Crónica maldita de una noche madrileña irreverente y crápula. Novela atrevida entendida como provocadora. Hablar en abierto de la homosexualidad y de la prostitución homosexual en la España de 1970 era inconcebible, algo nuevo. Molestó a muchos, algunos asiduos del Gijón se sintieron retratados, también traicionados. Umbral, soportó alguna que otra bronca.
El Giocondo, protagonista de la historia, tocado de la “la indecible tristeza de los efebos”, es el hilo humano, el conductor de la electricidad del relato, que llega en este personaje a un oscuro fracaso en las últimas páginas. Un pecado, una ciudad, una noche forman la trilogía de las motivaciones que hace de El Giocondo una novela directa, verdadera, documental, reveladora. La “dolce vita” madrileña pasa por sus páginas en cafés, clubs, tabernas, discotecas, reuniones secretas y amores a la intemperie. El autor limpia fondos a la ciudad, viejo navío de piedra e historia, y nos da su resaca más brillante, dolorosa, inconfesable (Solapa del libro).
No le faltaron duras críticas, en la revista Triunfo, Eduardo G. Rico, dos meses de la publicación del libro comentaba44, «El hecho es que, siguiendo un método maniqueo, porque se lo exige el desarrollo de la idea de fondo, el autor se recrea en dibujar a esos personajes con trazos crueles hasta el sadismo. Los retrata con rabia. Busca entre los rojos de los “clubs” nocturnos las luces peores, se ensaña —de modo incomprensible, porque ni funcionalmente es necesario— con sus características más negativas y grotescas, los deshumaniza a grandes brochazos, los manipula a su gusto fuera de toda coherencia argumental. No son personas, sino muñecos arbitrariamente movidos. El autor parece muy enfadado con la vida en su versión nocturna y se despacha a gusto con los personajes que la pueblan; tarea fácil, puesto que los reduce primero a un esquema, los reduce a su más frívola superficie y les da jaque sin problemas cuando el relato llega al final. (…) Sin hondura, frustrada en su mismo planteamiento, tal vez por no estar el autor a la altura de los propósitos que abrigaba, y no poder desprenderse de su actitud de moralista —cabe pensar que quería llegar más lejos—, la novela termina caprichosamente en una escena muy “Camp”, que deja estupefacto al lector, no ya por su cursilería, sino por su función en el contexto. “Camp” es también el lenguaje en el que está contada la obra. Esperemos que tras este resultado el autor se ponga a meditar».
“El Giocondo obtuvo el consiguiente escándalo de caras conocidas. La verdad es que todo el mundo quería haber salido en la novela y se indignaron tanto los que salían como los que no salían. Incluso se indignaron más los que salían apacibles y buenos que quienes salían malditos y malvados. El libro se vendió muy bien y ahí empezó mi relación con Lara. Hasta entonces había vivido yo en equilibrio económico con Vergés, el famoso editor catalán creador del Premio Nadal. Pero El Giocondo no se lo di a Lara por razones comerciales sino porque él era el único capaz de sacar aquel libro de la censura sin demasiados culos malogrados. Creo que los libros para Lara/Planeta tenían que ser más sencillos, directos y populares que los de Destino.”
ENTRA EN EL CAFÉ hacia las nueve de la noche, hora indecisa, como algunos otros días, quedándose cerca de la puerta, entre la barra y las mesas, en aquel espacio tan pisado, tierra de todos y de nadie, reino incoloro del cerillas y del limpia, con huellas de los que van directamente a la escalera que baja al comedor, huellas decididas de los triunfadores de la vida —impresas en la humedad de la calle— por encima de las colillas, las salivas, las servilletas de papel arrugadas, los frágiles y rosados caparazones de gambas, pisados y plisados en dos, coloreados como pétalos. El Giocondo da aquellos pasos desganados del que busca a alguien con la mirada, por entre las mesas, sin demasiado fervor por encontrarlo, mientras los pies se le van hacia el mostrador, y todo su cuerpo, como refluido por las miradas que llegan curiosas y cansadas de los divanes, busca la querencia de la barra, un punto de apoyo, la confusión entre los grupos que conversan de pie, un deseo de ser visto y de no ser visto al mismo tiempo.
Los de su raza, algunos de los de su raza, los mozallones con sol del pasado verano, vagamente ofrecidos en cada una de sus actitudes, al darse lumbre, al mover el vaso para que el hielo tintinee contra el cristal, entre el Campari de un rojo ingenuamente perverso, al saludarse sin prisa, sin efusión, pero con una vaga complicidad que está en el aire, que se enciende en sonrisas, en miradas, que transportan las manos en su entrecruce de peces viajeros y sexuales. O los maduros, con la juvenilidad apócrifa de sus foulards y sus canas pintadas sobre las canas verdaderas y sus chaquetas de capitanes de yate que nunca zarpa. O los decrépitos, maquillados de experiencia y soledad y amargura y esperanza, tanto o más que de maquillaje.
—¿El señor?
—Un chivas con hielo.
Y mientras le traían el chivas con hielo, el whisky oloriento como una madera licuada, ya tenía algo que hacer, vigilaba las manos del barman, el hielo que le iban poniendo dentro del vaso, como muy interesado en la operación, en la exactitud de las porciones, pero tenía cerca —y sólo de eso estaba pendiente— la mirada de aquel actor pelirrojo, maduro, de quien se decía que también, y la loción de aquel pintor joven, achinado, pulcro, enjoyado de pulseras masculinas, de quien se decía que seguro que sí, y temblaba de inmediatez, temblaba sin temblar, pensando, sintiendo que quizás aquella noche, que alguna noche tenía que ser. Por lo menos, así te quitas una duda de encima; si es que sí, pues sí. No hay que darle más vueltas. A esto y sea lo que sea. Si es que no, siempre está uno a tiempo de volver a ellas («ellas», con qué falta de convencimiento lo pensaba).
Última reedición: Ediciones Planeta S.L. Barcelona, julio 1996.
Colección Planeta bolsillo.