Plaza & Janés A. Editores. Esplugues de Llobregat, Barcelona, septiembre 1982. Rústica tapa blanda con solapa. 234 páginas. 19 × 13 cm.
Cita. Como olvidarse de ti, amado Egipto de las cosas. Ossip Mandelhstam.
Novela. «Libros de infancia y provincia».
El mejor libro de Umbral. «El milagro de la prosa y los beneficios de la imaginación». Una metáfora. Grandísimo libro en donde el escritor no cuenta nada, imagina y se deja llevar, escribe y escribe. Fantasía pura, la magia nos vuelve mágicos. El protagonista es el río y su escritura, sus metáforas, los personajes que lo habitan y la península de Las Giganteas, meta soñada que, alcanzada, resulta el fin de la infancia.
«A partir de Los amores diurnos, descubrí un nuevo modo de escribir, la prosa se me rebeló, se enloqueció, se despegó del realismo, se convirtió en algo libre, en una escritura total en la que cabía todo.»
Francesillo, esta vez de quince años, es navegante solitario, rema rio arriba, río abajo, va y viene, en lo alto, la ciudad, y en las riberas: Oliva, «gitana de oro y diosa aceitunada del río» que alquila barcas por una peseta; en la margen derecha, la península de Las Giganteas, mitológica y final de una selva cursiva; en la margen izquierda —o también en la derecha—, aparecen la península de Los Negrales, de ricos y marquesonas y de la señorita Lammmernier, de las Lammernier de toda la vida; un huerto y el convento de las monjas Teresas que limpian sus pies limpios en el agua clara; don Mario, pescador fijo y filósofo; Teresita Rodríguez, de melena negra y cara blanca, algún día le acompaña, de desayuno regala besos; Lima, gitanilla con churumbel y una cabra alegre siempre detrás, pechos altos y cabeza caída; Dupont, un amigo, rema bien y fuma cigarrillos de anís; en un recodo existe una casa alta, casi veneciana, acantilado del rio y de la ciudad; en la península de Las Moreras acampa el circo alemán con un payaso/escritor y Cósima, ecuyere joven, comedora fuego y masticadora cristales, «ni guapa ni fea, pero hermosísima»; ya en la ciudad, Culo Rosa, «fracaso nacional y gloria local»; de nuevo por el rio, la península de las águilas con el águila dorada del Canadá, «aguilita guapa, aguilita buena»; las señoritas de Morer, María Victoria y Victoria María, gemelas que pedalean por la orilla, son morenas, son esbeltas, son virginales, seguramente frígidas y un poco tontas; aparecen en la portada en un excelente dibujo.
Las crecidas del río, sus riadas y más. El final del libro lo protagoniza Olvidito, niño ahogado a los siete años y hace siete años, cuando mejor entendía los quebrados, un día sube a la barca y duda si está vivo o muerto, es un fantasma que no quiere volver a casa porque ahora no recuerda los quebrados, surge de lo profundo del río y se pierde en lo profundo del cielo elevado por el águila dorada del Canadá, «aguilita guapa, aguilita buena».
Como olvidarse de ti, amado Egipto de las cosas.
EL RÍO ERA GRANDE, pardo, ancho, de un oro sucio, de un verde duro, de un negro rojo, el río era lento, raudo, solemne, salvaje, lleno de tribus y palacios, lleno de dioses y pirañas, lleno de muertos y de buques, el río venía nunca supe de dónde e iba hacia la muerte, la velocidad, la presa, el vacío, la nada, como el Finisterre de las cosas o el corte a pico de los mares, sonando a coro de ángeles machos bajo los puentes, sonando a primavera menstrual, errática y desnuda, en primavera.
El río sí que sé de dónde venía, que venía de Oliva, la Oliva, gitana de oro, diosa aceitunada del río, madre harapienta de las aguas, dueña del embarcadero, allá en lo hondo, que me daba una barca, por las tardes, una peseta la hora, a ti te doy la barca, que a otros no, que ya sé que tu remas como un hombre, que casi eres un hombre, hijo, la peseta, y yo le daba una peseta de un papel muy triste, doblada y redoblada en el ahorro geométrico de las madres, de las abuelas, de las criadas, y me daba los remos, toma mejor estos remos, que tienen brazos largos, por los estorbos lo digo, hijo, ya sabes, estaba allí en su río verano, invierno, siempre, al cuido de las barcas, como la medre de unas vicetiples, o las ninfas del agua, ninfas/ linfas, criaturas que ella, despeinada y descalza retenía con la mirada sujetas a la estaca, mientras pasaba el agua, como la túnica de un presocrático.
El río atravesaba la cuidad, mi ciudad, o mejor la rebordeaba, llenándose su flanco penumbroso de iglesias sonoras como antiguos relojes, de torres como incendios, de tenerías y fábricas, de cielos platerescos y el silencio militar de los cuarteles.
—Tú ya tendrás catorce.
—Quince años, Oliva.
—Y lo que sabes tú ya de este río.
O sea que yo elegía, quería una barca ancha, fuerte, leve, no la piragua estrecha que se da la vuelta y que no es un hogar para el adolescente, ni para la pareja de una tarde, y elegía la quilla, no aquellas chatas, torpes, tan cuadradas que luchaban en vano contra el agua, sino el esquife justo para remar de prisa, para remar a tiempo o ir girando. No la barca encalada, socalina de novios funcionarios, ni el enjalbegado que les daba el Gerardo, como si fueran casas o chabolas, por estarse haciendo algo y que la Oliva no le llamase patán, cabrón, hijo de puta.
—Una barca gustosa, es lo quiero.
Había bajado al río toda mi vida. Deslumbramiento de aquel cauce de sol, la luz verde en el agua, hoguera transeúnte hacia sus dóndes. El verano iba allí, barquero remangado, o la barquera, muchacha remadora con los brazos de rosa, por allí pasaba el mundo, los mares de la escuela, el agua de los tiempos, la zancada de agua que va al mar. Y la ciudad arriba, como una fea pirámide de chantres.
No reeditado.
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