1993

Dos libros, el primero, en su mayor parte, una recopilación de artículos, el segundo la novela de un Madrid de la primera y segunda posguerra narrado por un falangista que le gusta la literatura. Para Umbral es también un Madrid de cafés y escritores.

Umbral colabora, apenas dos meses, octubre y noviembre, en el diario ABC, dirigido en ese momento por Luis María Ansón, al parecer, tanto el director, que realizó una apuesta arriesgada, como el escritor, valiente en la aceptación del nuevo reto, se cansaron de las continuas cartas de protesta y de las llamadas telefónicas de lectores asiduos del diario disconformes con el columnista; Umbral comprobó que el lector de ABC no era su público habitual. Alfonso Ussía intentó convencer a los de toda la vida del lujo que suponía para ABC tener a Francisco Umbral, ni por esas, no pudo ser, el escritor volvió a El Mundo.

Editorial Planeta S.A. Barcelona, octubre 1993. Tapa dura con sobrecubierta. 232 páginas. 20 × 13 cm.

Dedicatoria. A mi mujer.

Cita. Tended vuestras miradas, como líneas sin peso y sin medida, hacia el ámbito puro donde cantan los números su canción exacta. José Antonio.

Novela.

 

Umbral lo cuenta en el Atrio, el libro se desarrolla en tres planos. Primer plano, biografía o autobiografía de un joven falangista que terminada la guerra viene a Madrid para hacer carrera política, literaria, la que sea. Segundo plano, represión de 1940 y años siguientes. Tercer plano, periodístico, aparición de personajes y lugares de la época, de Juan Aparicio a Manolete, de Chicote a Pasapoga.

El protagonista y narrador del yo se llama Mariano Armijo, es joven, es falangista, es un buen escritor y desconocemos su edad. Mariano, con lo que escribe, con lo que piensa, se va retratando y surge un tipo enrocado en la identidad auténtica del pensamiento joseantoniano y con una violencia que utiliza para hacerse un sitio, mayormente contra los rojos y los comunistillas sucios, feos y malolientes que para eso han perdido la guerra, «depuración», llama a esa actitud Armijo.

Por el camino de Mariano, por la vida de Armijo, se cruzan María Prisca, marquesa apócrifa de Arambol, «de una belleza de hembra macho, femenina e intensa, con la melena plata, la sonrisa puta y las manos anilladas de artrosis y joyas caras rojas y verdes», también María de la Escolanía, Escola, «de un joder dulce, monjil, sereno, enamorado, decente y fascinante», aún con ellas, a pesar de él, es Madrid quien protagoniza el libro, un Madrid de continuidad desbaratada que transcurre desde los fusilamientos de 1940, «a la media noche bajo la luna grande del miedo» hasta entrados los cincuenta con Di Stéfano en el Bernabeu y Ava Gardner enamorada de un torero, franquismo puro, por medio

—estamos leyendo a Umbral— el mundo de las letras, Armijo, también literato, deambula por los cafés y se encuentra con Cela, con Guillén, con Ridruejo, con Montes, con Buero Vallejo y otros, incluso don Pio anda por ahí, de estos también nos habla. Buen libro.

 

MADRID, MI MADRID, era el fantasma de una ciudad, una desolación de perros y tranvías, con la Cibeles recién desvendada, como una momia, la Puerta de Alcalá como un pecho de piedra y de metralla, Carlos III fusilado por Franco, carteros muertos en las esquinas y la derrota comiendo de sí misma, en los solares, entre los gatos y los perros que desayunaban muerte y cenaban fusilado a media noche, bajo la luna grande del miedo. Yo había vuelto a mi ciudad, tras el exilio de la guerra en zona nacional y tranquila, en la provincia de tedio y plateresco, y estaba dispuesto a hacerme un sitio entre los vencedores, que eran los míos, a la hora primera y madrugadora de copar lo que hubiese, periódicos y oficinas, editoriales o jefaturas de policía. O sea que venía dispuesto a todo. Me metí en una pensión barata de Argüelles, una de esas calles con tranvías reventones, casas que sólo eran la fachada, tapando a los cagadores profesionales del otro lado, y fruterías donde reinaba el boniato fácil, malsapiente y alegre, con su alegría cruda y barata de fruto de una guerra sin cosechas.

La primera noche de la pensión, tras el viaje en tren de estraperlistas, lento y monótono de cadáveres que tocaban la guitarra y cantaban Tatuaje, me tocó compartir habitación de dos camas con un preso recién salido de Carabanchel, pelón, carita de calavera y rojo perdido:

—Mañana vuelvo a las andadas —me dijo.

A lo mejor era maquis, anarquista o yo qué sé. «Tú no serás un señorito fascista», me dijo.

—Los señoritos fascistas no vienen a estas pensiones de mierda.

Y la calavera sonrió con esa gracia que sólo tienen las calaveras. Una cosa muy tranquilizadora. Lo que yo no quería es que me pasase a cuchillo aquella misma noche, en sueños, con la navaja de afeitar con que estaba cortando, cristianamente, el pan de la cena. Le di mi nombre y le tendí la mano:

—Mariano Armijo, para servirte.

La calavera con corbata dejó de sonreír y no hizo ningún movimiento. Comprendí en el acto que me había equivocado. Entre huidos y perseguidos no se dan nombres ni se tiende la mano, que es un protocolo burgués. «Bueno, perdona, no te estoy preguntando tu nombre. Ahora a dormir y mañana donde nos toque.» Al día siguiente, al despertar (un despertar de traperos, chamarileros y clarines militares), mi calavérico y cadavérico amigo había desaparecido y su cama estaba perfectamente hecha. Sin duda la había hecho él mismo para no dejar constancia de su paso por allí. Yo había pasado media noche vigilando su bulto con un ojo y la otra media con el otro ojo. Me debí dormir al amanecer, y por eso no me había enterado de su marcha. Aquella misma mañana reuní mis cuatro recortes de provincias, me puse la otra camisa, o sea la limpia, y mi otra corbata, o sea la planchada, y salí a la conquista de Madrid, de aquel Madrid de invierno y sangre, de frío y victoria, de enfermedad y viejas —¿es que Franco había fusilado a todas las jóvenes? — que iba a ser mi reino para toda la vida.

 

Muy al final del libro, Mariano Armijo, huérfano de José Antonio, de Hitler, de la Falange, solo y cercano a una frustración a la que no quiere acostumbrarse escribe,

 

Se suceden los gobiernos de Franco. Ya da igual. No son falangistas ni monárquicos ni militares ni siquiera franquistas, aunque sean un poco de todo eso. Son sólo una amalgama con la que el Caudillo trata de pintar gris sobre gris, algo que no moleste a las democracias, porque ni siquiera lo entienden. Gobiernos decolorados que no alarman a nadie y, por otra parte, le permiten a Franco seguir siendo él quien manda.

 

No reeditado.


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