1972

Primeros libros de recopilación y un libro de Memorias que en Umbral marcará un género propio.

Ediciones Destino. Barcelona, abril 1972. Colección Áncora y Delfín nº 392. Tapa dura con 179 páginas. 21 × 13 cm.

Dedicatoria. A los desvencijados niños de la guerra, que comieron conmigo el pan negro de salvados y la tajada del miedo.

Cita. ¿Qué sería de los niños sin la desobediencia? Jean Cocteau.

Narrativa.

 

Primer libro en la Editorial Destino de Ramón Vergés, en ella publicaba Miguel Delibes, habrá otros siete en Destino, entre ellos, Las Ninfas, Mortal y rosa y La noche que llegué al Café Gijón, esenciales en la obra de Umbral.

Áncora y Delfín era una colección bien cuidada y diseñada, empezó en 1942 con un libro de Azorín al que siguió otro de Josep Pla, utiliza como anagrama el ancla y el delfín, la inmovilidad y el movimiento, un reconocimiento a Aldo Manuzio, editor renacentista italiano. Destino publicó en esta colección su primer Nadal de 1944 otorgado a Carmen Laforet con Nada, a partir de ahí la colección, publicando calidad en obras de novela extranjera y española, consiguió prestigio y notoriedad.

El niño no es de derechas ni de izquierdas, vive en una España gobernada por el bando vencedor, por la derecha, la vida de esa generación, su memoria, es de derechas.

«Mi primer libro logrado, aparte del de Larra», dicen que dijo.

«Yo he tratado mi infancia en Los Males Sagrados, que es el libro del lirismo, del intimismo, de la imaginación del niño, y Memorias de un niño de derechas, libro de la misma época, del mismo año aproximadamente, un libro muy leído, de muchas ediciones y que es exactamente la crónica de los años cuarenta. Memorias de un niño de derechas, como ya el título lo indica, es la España de entonces con las canciones de entonces, con los fusilamientos de entonces, con el pan negro de entonces, con todo lo de entonces. Es un libro escrito en plural, nosotros íbamos, veníamos, donde no hay un personaje individual, donde se narran las memorias de una generación. Y entonces hice por un lado la crónica de la época y por el otro la novela intimista, el poema de mi infancia, por eso encuentras que no hay referencias históricas porque están todas en el otro libro…»

No es un libro autobiográfico, de estos habrá otros muchos, cuenta con minuciosidad y desde el repetitivo plural (nosotros, los niños) los recuerdos colectivos de «la difícil España de entonces», de la España de fin de guerra y de la España de después de la guerra.

«… un libro escrito engañosamente en plural, que quiere resultar memoria colectiva de un tiempo y de unas gentes (y así resultó en efecto), pero que en puridad es un mero subjetivismo compartido, lirismo transformado en crónica. En ese libro yo hacía comulgar a los demás con mi infancia eucarísticamente, convirtiéndola en la infancia d toda una generación.»

El libro empieza con los baúles familiares, un Arca de Noé del pasado que había que ir vendiendo cuando las cosas venían mal dadas. Continúa con todo, con los moros, con los regulares color barquillo y kaftán rojo, los soldados italianos, los legionarios, la radio, los falangistas, las madrinas de la guerra, los tiradores solitarios (pacos), los señores del Casino, las canciones (muchas canciones), el estraperlo, las queridas, los colegios de párvulos, la monotonía como asignatura, las tardes de unos domingos largos, tristes y de lluvia; sigue con el cine/refugio de la infancia pobre, con los primeros tebeos, con los realquilados de derecho a cocina y «olor de recién llegados», con la ropa de máquina de coser y el deseo secreto de vestirse de blanco como los niños ricos; hay chicas de Sección Femenina y chicas topolino herederas de las que bailaban charlestón antes de la guerra. Continua con las enfermedades, la tuberculosis y el piojo verde, los entierros de caballos con plumeros negros y arreos negros, los entierros baratos de los pobres, las procesiones mañaneras o de media tarde, los muchos desfiles que daban una idea de patria, las bicicletas, “había dos razas de niños: los que tenían bicicleta y los que no teníamos bicicleta”, las largas siestas de los veranos, los pederastas de todo tipo, el futbol de Di Stéfano, Gaínza y Panizo, los guateques de mejilla contra mejilla y besos de gaseosa con sabor a melocotón, las excursiones, las compañías de revista, los cariñosos pechos de los cabarets, las oposiciones y la novia del opositor (había que hacer oposiciones), los enchufados, los gamberros que no sabían lo que querían pero que perseguían putas y mareaban serenos, también aparece el cine italiano de los cincuenta/cincuenta con Ana Magnani, morena en blanco y negro, como musa. Umbral se detiene a cada paso, lo describe todo, nos lo cuenta en precisión lenta y dibuja una España deshecha pero decidida y una infancia/adolescencia observadora y de superviviente. A veces, este gran cuento recuerda al José Luis Garci literato.

«Sí, estoy contento con estas Memorias, porque creo que se trata, quizá, de mi libro más natural, más espontáneo, más fresco y directo. Eso que Juan Ramón llamaba sus “borradores salvajes”. Sólo que él los tiraba y yo los publico.»51 El libro termina con un Madrid llamado deseo. «Sí, había que tomar Madrid por segunda vez. Después de que lo habían tomado las tropas nacionales, teníamos que irlo tomando, uno a uno, todos los españoles de provincias, en escapadas anuales, cuando el viaje de bodas, en seguimiento del equipo de futbol local o ganando oposiciones».

«Madrid, panal de rica miel, nos aglutinó y aquí estamos. En nuestra memoria de ex-niños, sigue sonando, organillo triste de posguerra, la fascinación pobre, nacionalista y cachonda de una vida mejor».

Un libro de historia, también el poema de la infancia de diría Umbral.

 

EN LOS BAÚLES profundos de nuestras casas, peludos y claveteados como un Arca de Noé forrada con la piel del camello y la camella que entraron, vivieron y se salvaron dentro del Arca, estaba la historia de los felices veinte y de los inquietos y germinales años treinta, revistas de la época, Crónica, Estampa, Blanco y Negro, cosas que habían coleccionado nuestras madres entre sus pamelas del último sarao y de la última visita del rey a la ciudad.

Parece que los inquietos, germinales y revueltos años treinta, en que nosotros nacimos, fueron los de los primeros gritos fascistas en Europa, y la gente se lo pasó viendo jugar al tenis a Lili Álvarez, levantando la cabeza, con penosa torsión del cuello, para ver si venía o no venía por el cielo el Gran Zeppelin, o el Plus Ultra con Ruiz de Alda y Franco, dándole guerra al Negus, al pobre Negus, apostando por Paulino Uzcudun o por Max Schmelling, poniéndose en pie con las paradas de Ricardo Zamora, que ponía en pie a un muerto, aplaudiendo al Racing o al Sporting, comprándose chaquetas lo más parecidas posible a las del príncipe de Gales, veraneando en San Sebastián, leyendo ensayos sexuales del doctor Marañón, viendo El Danubio Azul, una película llena de plata y zafir, como el propio Danubio, dándole olés a Domingo Ortega y comiendo cabello de ángel, que era una cosa que comían mucho los exquisitos de entreguerras.

La primera imagen que nosotros tuvimos del mundo, en nuestros sarampiones infantiles y eruditos, fue la de aquellas revistas amarillecidas por las que supimos que míster Edén era el político más elegante del mundo y del Reino Unido, lo que no obstaba para que los caricaturistas internacionales le dibujasen con una minifalda de plátanos como la de Josefina Baker, que por entonces aún no recogía niños impares y que bailaba desnuda, con el cráneo pelado, para meterle un poco de selva y cachondeo a los decadentismos de boquilla de la última —esta vez sí que sí— y sofisticada bella época.

 

Última reedición. Ediciones Destino, colección Destinolibro,
Barcelona, noviembre 1986.


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